Dicen que detrás de la verdad se oculta un silencio.
Había llegado a mi vida en una lluviosa tarde de otoño. Nos tropezamos en la calle. Todos los informes que acababa de imprimir se precipitaron en el charco más repugnante que había en todo el barrio. Sí, ese que siempre miras con respeto, preocupado por su magnitud y colorido. Así que ahí estaba yo refunfuñando, concentrada en que mis viejas botas no se metieran más de lo estrictamente necesario. Por aquella época me había dejado de gustar ir de compras y en la suela de mis maravillosos botines se apreciaba alguna grieta. Él me pareció un imbécil. Se quedó ahí parado, en silencio. ¡Es que ni me avisó de que estaba manchándome los pantalones! Cruzamos una mirada. Intensa, sí, lo reconozco, pero no por ello me dejó de parecer un zoquete.
Pasaron varias semanas. Nos cruzamos, esta vez sin agua de por medio. No le dije nada. Él tampoco me saludó. No iba a hacer un esfuerzo que bien sabía no me sería correspondido. Había tardado, pero la lección la iba aprendiendo, que el barrio no es tan grande y siempre te encuentras un conocido. También con algún amigo. Se les veía en la mirada.
Ahora que lo pienso, no le he preguntado por su trabajo de aquellos tiempos, pues lo cierto es que cada vez que tenía que llevar papeles a la oficina de la calle principal, me le encontraba por allí. Muchas veces yo no le veía, pero algo me decía que él sí me observaba. Supongo que debiera haberme dado miedo, pero no podía. Su mirada tenía algo de puro que me removía el alma entera.
Después de siete años tomando yo la iniciativa, me ha llevado a su casa. Dice que tenemos que hablar. Me ha preocupado un poco. Nuestro amor sigue intacto y ha asegurado que no se va a separar de mí. Ha abierto una puerta y con voz débil a comenzaba a hablarme de su pasado.
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