Se quedó embelesado al escuchar el latir del océano. No fue consciente del momento en que toda su preocupación se esfumó relajando cada uno de sus músculos. La mente en blanco, las olas bañando sus pies, el sol invernal sobre su cara y... una llamada inoportuna dispuesta a romper la felicidad.
-Hola cariño. Espero que no te hayas olvidado de que tienes que recoger a Mario a las siete; tenía kárate. Y a las ocho sale Julia de francés. Comprad pan. ¡Ah!, y mañana es el cumpleaños de tu hermana, cúrrate un poco el regalo. Te dejo, que entro a pilates. Te quiero, mi amor.
Sin tiempo para contestarla, Andrés colgó la llamada y, resignado, metió la mano en el bolsillo derecho del pantalón. Se extrañó y rebuscó en su chaqueta. Miró la arena. La revolvió con el pie y de nuevo examino su abrigo. No lo entendía.
Regresó al coche prestando atención al camino que había seguido anteriormente. Pero no hubo suerte. Estaba convencido de haber cerrado el coche y haberse guardado las llaves. Pero definitivamente allí no estaban.

Estaba ya a tan solo un par de metros cuando observó su pico descender hasta las llaves. Y echó a volar. Con cara de idiota la vio alejarse.
El móvil vibraba de nuevo en su bolsillo.
-Se me olvidó decirte que también tienes que recoger a Lucas, el amigo de Mario. Le prometí a su madre que le llevaríamos a su casa. ¡¡Adiós!!
El hombre corría por la playa como alma que lleva el diablo. Comenzaba a oscurecer. No quiso mirar el reloj, estaba concentrado en la gaviota que planeaba sobre el agua a unos cinco metros de la orilla. Apretó los puños y se olvidó de su recién estrenado traje; tocaba darse un bañito.