martes, 30 de enero de 2018

Adorable pajarito

Se quedó embelesado al escuchar el latir del océano. No fue consciente del momento en que toda su preocupación se esfumó relajando cada uno de sus músculos. La mente en blanco, las olas bañando sus pies, el sol invernal sobre su cara y... una llamada inoportuna dispuesta a romper la felicidad.

-Hola cariño. Espero que no te hayas olvidado de que tienes que recoger a Mario a las siete; tenía kárate. Y a las ocho sale Julia de francés. Comprad pan. ¡Ah!, y mañana es el cumpleaños de tu hermana, cúrrate un poco el regalo. Te dejo, que entro a pilates. Te quiero, mi amor.

Sin tiempo para contestarla, Andrés colgó la llamada y, resignado, metió la mano en el bolsillo derecho del pantalón. Se extrañó y rebuscó en su chaqueta. Miró la arena. La revolvió con el pie y de nuevo examino su abrigo. No lo entendía.

Regresó al coche prestando atención al camino que había seguido anteriormente. Pero no hubo suerte. Estaba convencido de haber cerrado el coche y haberse guardado las llaves. Pero definitivamente allí no estaban.

Volvió a la playa nervioso. Y entonces las divisó: custodiadas por una enorme gaviota, en concreto por la más grande de toda la playa. Caminó hacia ella lentamente. No quería asustarla.

Estaba ya a tan solo un par de metros cuando observó su pico descender hasta las llaves. Y echó a volar. Con cara de idiota la vio alejarse.

El móvil vibraba de nuevo en su bolsillo.

-Se me olvidó decirte que también tienes que recoger a Lucas, el amigo de Mario. Le prometí a su madre que le llevaríamos a su casa. ¡¡Adiós!!

El hombre corría por la playa como alma que lleva el diablo. Comenzaba a oscurecer. No quiso mirar el reloj, estaba concentrado en la gaviota que planeaba sobre el agua a unos cinco metros de la orilla. Apretó los puños y se olvidó de su recién estrenado traje; tocaba darse un bañito.

sábado, 13 de enero de 2018

Llegó la borrasca


Me dolía en el alma verla así, pero el primer paso solo podía darlo ella. Tenía la mirada perdida. Recostada en la cama, las ojeras comenzaban a marcarse en su rostro. Los labios resecos y un pañuelo de papel en la mano. Y sin embargo, yo sabía que no era la fiebre lo que la tenía sumida en aquel estado. La acaricie. No dijo nada. No sé siquiera si era consciente de que estaba allí con ella. Tomé su mano y la apreté con fuera, poco más podía hacer yo, pero quizá fuera suficiente.