sábado, 31 de octubre de 2020

Pupilas

Aquellos ojos
me enseñaron a ver
las horas que se posan
sobre la piel del otoño,
las olas que nacen
mientras chocan.

Aquellos ojos
me enseñaron a ser mirada
sin tener miedo,
acariciarle el dorso
a las rutinas desgastadas
que arrancan mis sueños.

Aquellos ojos
que quiero cerca
egoístamente cada invierno
cuando soy yo quien pongo
las distancias en la espera
y las cenizas en el viento.

Aquellos ojos
que me acunaron
también de día,
que me hablaron
cuando nadie lo hacía.

Aquellos ojos
de los que aprendí a murmurar
y no supe escuchar.

Aquellos ojos
que fueron mi espejo
y he enterrado en el musgo,
que fueron mi reflejo
y he cubierto de humo.

Aquellos
ahora son estos.

Siguen con vida,
una que no conozco,
una que abandoné,
la que creo perdida,
la que añoro
y un día rocé.

Nuevos ojos
que yo no he cuidado
cuando no estaban enfermos.

Nuevos ojos
que sigo mirando
aunque sean otros reflejos.

sábado, 10 de octubre de 2020

Domadores

Aquello había empezado por morder su cerebro lentamente, penetrando en su inconsciente y desvelándola en la madrugada sin aparente razón. Seguía con su rutina, feliz.

Bajó luego a su estómago; un temblor constante que la arañaba pero al que no podía ponerle nombre. A veces quería justificarlo con el hambre o el exceso de comida, quizá incluso alguna mariposa revoloteando desubicada.

Sobre su rostro se dibujaron bolsas negras y sobre su cuerpo la fragilidad tomó las riendas. Mencionaba la falta de sueño por el excesivo calor veraniego navegando en la dirección contraria al auxilio.

La estaba devorando. Los minutos se convertían en eternas horas y las noches traían de vuelta a los monstruos de su infancia. Era como una esponja que absorbía su energía. Rechazaba toda conversación al respecto negando el nerviosismo constante.

Con las vacaciones pareció quedar en pausa, olvidado en una esquina como el mono de trabajo. Fueron apenas unos días. El equilibrio se rompió sin previo aviso, se agarró a su pecho hasta convertir su aliento en un suspiro agónico que dejaba la faringe en carne viva.

La ayuda llegó de forma desinteresada, como una conversación que empezó siendo banal y terminó por acariciar al bicho. Fue el inicio del alivio pero eso no bastaba. La solución estaba en ella, y no se trataba solo de reconocerlo e indicarle el camino de salida, se trataba de buscar domadores que la ayudaran a guiarlo por el laberinto de sus emociones.

Podía llamarse ansiedad, depresión o varias formas más de agonía y sufrimiento, al final se trataba de una presión sobre la cabeza que requería ser tomada en cuenta con la seriedad oportuna. Con el tiempo todo podía sumar a la balanza de los aprendizajes: sobre uno mismo y sus limitaciones, sobre el bicho y cómo espantarle, sobre los que te rodean y apoyan, sobre lo que es la vida y lo que queremos que ésta sea.

08-04-2020