La ves entrar. Con una falda demasiado corta para su edad. Con las piernas depiladas. Calculas que tendrá unos doce años. Decides que se va a llamar Esther. La coleta perfecta. Rubia y de ojos intensamente azules. Ni una sola imperfección en el rostro. Ligero maquillaje. Masca un chicle sonoramente. Deja caer la mochila sobre el banco y se acerca al espejo. Se recoloca la camisa. De marca. Tira el chicle a la basura. Aplica un poco de brillo sobre sus labios. Observa en el reflejo a las otras mujeres. Desnudas. De pieles gastadas. De caderas anchas y pechos caídos. De tobillos hinchados y canas salpicando cada matojo de pelo. Ella no las mira con asco, ni siquiera con curiosidad. Su expresión es más bien altiva. Te ve a ti subiéndote las bragas. Sientes la intensidad de sus ojos recorriendo tu cuerpo y te da un poco de verguenza. A ti, que solo vas a playas nudistas. Ella regresa al banco y abre la mochila. Hay un cuaderno apenas usado entre los enseres para nadar. Saca el móvil y chequea sus redes sociales.
Ves entrar a otra chiquilla. Viste con vaqueros largos y una camiseta quizá demasiado infantil. Tendrá también unos doce. Le otorgas el nombre de Violeta. El pelo en una trenza completamente deshecha. Gafas de varias dioptrías. Tiene pecas y algún grano en la frente. Sus ojos apenas destacan bajo unas cejas muy pobladas. Carga con dos mochilas pesadas. Una de ellas repleta de libros. La guarda en la taquilla. Con la otra se acerca al banco. Intercambia una mirada con la chica del móvil. Se conocen, pero no se dirigen la palabra. Es difícil traducir su expresión. A medio camino entre la decepción y el cariño. A un paso del exceso de confianza y la sensación de seguridad más absoluta.
Mientras que la una regresa a Instagram, la otra se va cambiando. Violeta se concentra en su mochila. Sabiendo que el resto de mujeres pueden ver los finos pelos que adornan sus piernas entre moratones y cortes varios. Te fijas más en sus piernas. No quieres elucubrar pero no puedes no hacerlo. Sabes que esos cortes no son naturales. Casi en un gesto automático, te llevas la mano a la pulsera de tu mano izquierda. Le recuerdas.
Por un segundo te planteas si la primera le hace bullying a la segunda. Te planteas incluso si debes intervenir. Si debes inventarte una excusa y salvar a la pobre muchacha débil de su cruel abusadora. Te planteas el lenguaje con el que acabas de definirlas. Si debes otorgarlas esos papeles o tu cabeza se lo está inventando todo. Te planteas ser la heroína que descubre el pastel cuando no lo hiciste con quien se supone que querías.
Observas a Esther. Tiene las piernas cruzadas. Y aires de supremacía. Cruzáis la mirada. Os la sostenéis. Eres consciente de que llevas un rato observándolas en el sitio y a ojos de todos quizás seas tú la peligrosa. Te incomodas y te sientas para calzarte. Ella ha ganado. Pero tú las sigues vigilando por el rabillo del ojo.
Violeta ya se ha puesto el bañador. Es más bien un buzo que apenas deja piel al aire. Guarda la ropa perfectamente doblada.
La primera saca su bikini y se va al cuarto de baño. Tarda en regresar. Tampoco se escucha la cadena del retrete. Vuelve cubriéndose su estómago con la ropa que se acaba de quitar. Al llegar a la mochila, la intercambia por la toalla en un gesto rápido. La aprieta con fuerza contra su epidermis. Con la mano libre, guarda sin ningún cuidado la falda y la camisa. Se vuelve a sentar en el banco. De pronto parece haberse desinflado. Da la sensación de que es una buena deportista. Quizá incluso una nadadora de competición. Las dos lo parecen. Da la sensación de que a la primera no le importara saltarse ninguna clase. Excepto esa.
Tú ya no sabes cómo entretenerte. Has desenredado tu pelo e incluso lo has secado por completo cuando lo odias porque te lo deja encrespado.
La del buzo toma la mano de la chica del bikini. Solo cuando ésta se decide, ambas se ponen en pie. Caminan hacia la piscina. La una cubriendo su estómago con la toalla; la otra, apretando con fuerza su mano libre.