En un día de final de verano, cae la niebla, densa, áspera, agresiva. Llega despacio y se extiende sin freno. Y tú, sentado apaciblemente al borde de la piscina comiéndote un helado, sigues salpicándote agua porque sabes que no se puede detener la bruma.
No has llegado a sentir la estocada, pero ahí está; un puñal en el corazón salvaguardado por las arterias y las venas, los pulmones, el esternón, los músculos pectorales, los vasos linfáticos y la piel. Una daga sujeta al epicardio, al miocardio y al endocardio. Un filo estrecho y afilado.
Tampoco has sido consciente del momento en que el brillo de tus pupilas ha reflejado centenares de estrellas, incluso los días de luna llena; una luz que no ciega, que abraza con profunda calidez.
Ha llegado la noche cuando aún era de día. Has provocado una explosión de contrastes que evade la energía violentamente y no te ha sorprendido el desprendimiento del amor más puro ni las respuestas neutrales, las palabras tibias o el exceso de adjetivos. En algunas zonas del planeta pasa eso, pueden ver auroras boreales y tirarse varias semanas en penumbra o incapaces de catar la oscuridad.
En un día de final de otoño, siguen los ojos vendados y tú, arrebuñado en una manta junto al crepitar de la chimenea, esperas con ansia el invierno porque sabes que van a ser solo unos meses de frío clavado en tus huesos antes de que vuelva a salir el sol.
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