Nada más abrir la puerta se abalanzó sobre mis labios. Creí que jamás daría el paso.
Cuando se apartó, sus mejillas sonrosadas y los ojos brillantes le impedían hablar. Tampoco nos hacía falta.
Le tomé de la mano y le hice pasar al salón. Me sonrió con ternura. Por primera vez, le sentía realmente enamorado. Dejó el sombrero en la mesa y salimos al balcón.
Las estrellas brillaban en el cielo acunando el rugir de la mar.
Iríamos paso a paso, pero ya no había vuelta atrás.
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