Todavía no me
lo explico. Han pasado tres semanas y soy incapaz de darle un razonamiento
lógico al hecho de que me gusten tanto mis botas nuevas. Quizá primero debería
aclarar mi escaso, o más bien nulo, interés por el mundo de la moda en general.
Sin embargo, he descubierto una conexión especial con mi reciente calzado.
Sabía que mis
botas viejas daban de beber a los calcetines sin que yo les diera permiso. Las
regañé en repetidas ocasiones pero su comportamiento no mejoraba. Postergué
cuanto pude la compra de otras, pero la llegada de una tal Emma, seguida de
Felipe y otra llamada Gisela, me obligaron a buscarle unas sustitutas.
En realidad
las escogí porque eran las únicas que les valían a mis pequeños pies. Eran
cómodas sí, pero en la tienda no suponían mucho más que eso, unas botas que
debían cumplir una función concreta.
Las primeras
veces siempre son especiales. Por supuesto, nos estábamos conociendo, me
amoldaba a ella, las trataba con amabilidad. Sí, básicamente establecíamos
nuestra relación. Mi sorpresa llega a lo largo de las siguientes semanas. No es
que me sienta especialmente cómoda (de hecho algún día me hicieron daño), pero cada vez que
me las pongo siento una recarga de energía muy fuerte. Sí, es raro. No son más
que unas botas, pero juro que tienen algo especial. No importa mi estado de
ánimo previo, al calzármelas recupero una vitalidad que, sin haber perdido, a
ratos parecía dormida.
Me esfuerzo
por recordar si en los días posteriores a la compra me sucedió algo tan
determinante en mi vida como para asociar las botas a una felicidad plena. Miro
el calendario. No, la verdad es que no me viene a la mente ningún acontecimiento particular. A decir verdad ni siquiera recuerdo ya la fecha estimada
de compra, se han integrado a mi rutina. Entonces, ¿qué me está pasando? Desde
luego que hay algo en ellas que…