viernes, 28 de septiembre de 2018

Esas otras ciudades

Tienen fecha de caducidad. Apenas vas a estar un par de semanas, si es que llega, y el billete de vuelta está cerrado y sin probabilidad de anularlo. Sin embargo, una parte del alma se queda allí para siempre de forma irremediable sin tan siquiera la oportunidad de recuperarlo.

Son apenas unos días en que la felicidad se potencia y el mundo exterior parece ajeno, todo se intensifica y se es consciente de todo ello, porque son minutos escasos que valen oro.

La gente queda anclada a esos recuerdos y nunca es igual el reencuentro en otros lugares, solo allí, en esas ciudades especiales, es donde todo cobra sentido, y a la vez el universo se vuelve caos.

Es vida, efímera e intensa, y eso es precisamente lo que las convierte en únicas y transitorias.

lunes, 24 de septiembre de 2018

Despertar

Escuchó el fluir del agua. Estaba despierta, estaba viva. Se mantuvo inmóvil oyendo voces lejanas.

Notó los pies muy fríos. Le habían quitado las zapatillas. Trató de mover los dedos. Sentía el cuerpo completamente entumecido y tenía la boca pastosa.

Sintió un dolor muy fuerte en el brazo izquierdo cuando quiso incorporarse. Después dejó caer la mano en algún líquido pegajoso. Abrió los ojos alarmada temiendo que fuera su propia sangre.

Permanecía tumbada sobre una piedra en mitad del río, sus pies flotaban en el agua y su mano reposaba junto a varias babosas muertas. Contuvo una arcada temerosa de que se dieran cuenta de que había recuperado el conocimiento. Cerró los ojos de nuevo tratando de recuperar la normalidad de su respiración.

Sintió que se acercaban a ella. Hablaron en otro idioma que ni siquiera pudo identificar. Notó cómo la zarandeaban con un palo pero se mantuvo en su posición como si no la hicieran nada.

Por fin sintió que se alejaban y, después de unos largos minutos las voces se apagaron por completo. Tan sólo sentía el fluir del agua.

Volvió a abrir los ojos. Comenzaba a anochecer. Se sentó sobre la piedra en la que la habían dejado y comprobó la profundidad de la herida que efectivamente decoraba su brazo izquierdo.

Contempló los árboles que la rodeaban. Nunca los había visto tan altos y eso que en su vida solo se había dedicado a visitar bosques. Ni siquiera reconoció la especie a la que pertenecían, lo que tampoco ayudaba a establecer una localización aproximada.

Se puso en pie temblorosa y escuchó el disparo.

02-09-2018

jueves, 13 de septiembre de 2018

Ir a la capital

Cuando era pequeña me daba mucho miedo eso de la edad del pavo. Pensaba que literalmente te convertías en un pavo, así que me pasaba las horas muertas mirando a las gallinas del corral y preguntándome de qué clase de ser procederían. Sin embargo, mis hermanos mayores fueron pasando por esa etapa que también se llamaba adolescencia sin que en ningún momento les salieran alas, tan solo se volvían un poco más tontos, pero no tenía claro que esa fuera la principal característica de los pavos. La abuela me dijo que era el precio para hacerse adulto, pero que yo no tendría que pagarlo porque era más lista y seguro que sabría esquivarlo.

Luego estaba 'el viaje'. Por alguna razón que se me escapaba, al terminar la escuela, todos mis hermanos pasaron un año en casa de mis tíos de la ciudad. Yo apenas les conocía, tan solo venían un día a principios de verano para traer al hermano en cuestión. Yo siempre les recibí con emoción y más o menos me correspondían, pero parecían otros, como si les hubiera absorbido el seso alguna clase de alienígena. Cada uno de los siete tomaron rumbos diferentes, pero dejaron de ser los hermanos con los que me encantaba pasar tiempo.

Así que cuando aquel día de finales de verano me subieron al autobús de línea, lloré como una cría. La abuela no entendía que a mí también me obligaran a ir a la ciudad si yo era diferente, pero su palabra no bastó.

Después de haber atraído la atención de todos los pasajeros y morirme de vergüenza, quise dormirme para que el tiempo pasará más rápido pero fui incapaz. Recordé la voz de la última de mis hermanas que había vuelto de la ciudad, Manuela. Quiso dormir conmigo la noche anterior a que me fuera. La brillaron los ojos cuando me habló de las grandes avenidas, las boutiques, gente de todas partes del mundo o las luces de la noche de la capital. Me lo contó con tanto entusiasmo que por un instante olvidé mis miedos, pero después todo cambió. Dijo que allí aprendías a madurar, a establecer tu lista de prioridades, apechugar con los cambios y los disgustos, a discutir por todo y, básicamente, a ser un adulto con rigor y seriedad. Lloró. Pero no como cuando la dejó el mentecato de su novio. Me pidió que creciera pero que volviera con los mismos ojos de niña traviesa que no estaban entendiendo sus palabras en ese momento.

El autobús se detuvo en la capital y miré a través de la ventanilla. La ciudad era triste, gris y llena de humo. Con todo mi mal humor bajé y recogí el equipaje. Allí estaba la tía Adolfina esperándome con una sonrisa mustia. Caminamos en silencio por las amplias calles y estuvimos a punto de ser atropelladas en más de una ocasión. Finalmente llegamos al edificio en que viviría los próximos meses. El corral estaba llena de críos. Me llamó la atención una de las muchachas, vestía con ropas amplias y fumaba mientras discutía con su madre. Cuando dejaron de gritarse, se giró y sonrió. ¡Era la primera persona que veía en la ciudad que sonreía! Sinceramente me había hecho a la idea de que eso allí sería imposible. La tía Adolfina vociferó y di un respingo.

Después de tres días trabajando sin parar y yéndome a la cama tan enfadada que ni siquiera podía descansar, me di cuenta de que la ciudad ya me había convertido en un ser extraño que no me gustaba nada. No...., no era la ciudad, yo había permitido eso. Sonreí desafiante al silencio de la noche y me propuse repetir el gesto una vez más cada día, incluso cuando no me apeteciera tanto, pero tenía claro que a mí no me iban a raptar los alienígenas como les había pasado al resto de mis hermanos.

jueves, 6 de septiembre de 2018

La joven del tren

Cambió incluso su peinado. Ni siquiera había pasado una semana y tenia la impresión de llevar allí meses. Su expresión dulce había tornada en una agria muestra de desprecio. Esa mañana se levantó de buen ánimo, pero siempre había alguien dispuesto a amañárselo. Al principio se resistía, pero con el tiempo había terminado por rendirse y, en tan solo un segundo, había quien lograba reducir su felicidad a un mero rastro del pasado.

Ya en la calle vio a un par de niños que caminaban juntos hacia el colegio. Iban ilusionados. Pero la muchacha no permitió que la contagiaran. Se mantenía firme en su impertérrita negatividad.

Subió al tren. Para variar funcionaba mal y habían puesto el aire acondicionado en lugar de la calefacción. Por si no tenía suficiente cabreo, la estaban garantizando un fin de semana metida en la cama y con resfriado. Siiii… Al menos en las últimas paradas quedaba poca gente y se podía sentar. A su alrededor todos manipulaban el móvil. Recordó la multitud correos pendientes de revisar y sacó su teléfono. Entonces la vio. Era una joven vestida de colores llamativos que resaltaba entre la negrura del vagón. Leía un libro y cada pocas páginas se reía. Levantó la mirada, intensa, profunda y llena de vida.

Un hombre distraído con el móvil, por supuesto, vertió su café sobre la floreada camiseta de la muchacha. Él se disculpó y siguió a lo suyo. Evidentemente a la chica le molestó, pero ya no podía hacer nada, así que retomó su lectura sonriente.

La muchacha les observó y optó por guardar el móvil. A través de la ventana se observaba un hermoso amanecer. Hacía más de un mes que había empezado a leer un libro pero apenas llevaba una docena de páginas. Se prometió llevarlo consigo al día siguiente. Volvió a mirar a la joven del libro. La sonreía y esta vez sí, se dejó llevar por su emoción y la correspondió curvando sus labios.