Cuando era pequeña me daba mucho miedo eso de la edad del pavo. Pensaba que literalmente te convertías en un pavo, así que me pasaba las horas muertas mirando a las gallinas del corral y preguntándome de qué clase de ser procederían. Sin embargo, mis hermanos mayores fueron pasando por esa etapa que también se llamaba adolescencia sin que en ningún momento les salieran alas, tan solo se volvían un poco más tontos, pero no tenía claro que esa fuera la principal característica de los pavos. La abuela me dijo que era el precio para hacerse adulto, pero que yo no tendría que pagarlo porque era más lista y seguro que sabría esquivarlo.
Luego estaba 'el viaje'. Por alguna razón que se me escapaba, al terminar la escuela, todos mis hermanos pasaron un año en casa de mis tíos de la ciudad. Yo apenas les conocía, tan solo venían un día a principios de verano para traer al hermano en cuestión. Yo siempre les recibí con emoción y más o menos me correspondían, pero parecían otros, como si les hubiera absorbido el seso alguna clase de alienígena. Cada uno de los siete tomaron rumbos diferentes, pero dejaron de ser los hermanos con los que me encantaba pasar tiempo.
Así que cuando aquel día de finales de verano me subieron al autobús de línea, lloré como una cría. La abuela no entendía que a mí también me obligaran a ir a la ciudad si yo era diferente, pero su palabra no bastó.
Después de haber atraído la atención de todos los pasajeros y morirme de vergüenza, quise dormirme para que el tiempo pasará más rápido pero fui incapaz. Recordé la voz de la última de mis hermanas que había vuelto de la ciudad, Manuela. Quiso dormir conmigo la noche anterior a que me fuera. La brillaron los ojos cuando me habló de las grandes avenidas, las boutiques, gente de todas partes del mundo o las luces de la noche de la capital. Me lo contó con tanto entusiasmo que por un instante olvidé mis miedos, pero después todo cambió. Dijo que allí aprendías a madurar, a establecer tu lista de prioridades, apechugar con los cambios y los disgustos, a discutir por todo y, básicamente, a ser un adulto con rigor y seriedad. Lloró. Pero no como cuando la dejó el mentecato de su novio. Me pidió que creciera pero que volviera con los mismos ojos de niña traviesa que no estaban entendiendo sus palabras en ese momento.
El autobús se detuvo en la capital y miré a través de la ventanilla. La ciudad era triste, gris y llena de humo. Con todo mi mal humor bajé y recogí el equipaje. Allí estaba la tía Adolfina esperándome con una sonrisa mustia. Caminamos en silencio por las amplias calles y estuvimos a punto de ser atropelladas en más de una ocasión. Finalmente llegamos al edificio en que viviría los próximos meses. El corral estaba llena de críos. Me llamó la atención una de las muchachas, vestía con ropas amplias y fumaba mientras discutía con su madre. Cuando dejaron de gritarse, se giró y sonrió. ¡Era la primera persona que veía en la ciudad que sonreía! Sinceramente me había hecho a la idea de que eso allí sería imposible. La tía Adolfina vociferó y di un respingo.
Después de tres días trabajando sin parar y yéndome a la cama tan enfadada que ni siquiera podía descansar, me di cuenta de que la ciudad ya me había convertido en un ser extraño que no me gustaba nada. No...., no era la ciudad, yo había permitido eso. Sonreí desafiante al silencio de la noche y me propuse repetir el gesto una vez más cada día, incluso cuando no me apeteciera tanto, pero tenía claro que a mí no me iban a raptar los alienígenas como les había pasado al resto de mis hermanos.