Ya no distinguía el día de la noche. La niebla era constante. Si no era la luz del sol era la de la ciudad, la claridad era permanente y hacía días que había perdido su sombra. Sabía que su cuerpo estaba cambiando pero no sería capaz de reconocerlo de haberse visto frente a un espejo. Había intentado ver su reflejo en el agua, pero las olas siempre se lo impedían. Eso la asustaba pero no era la mayor de sus preocupaciones.
La humedad pegaba su liviano vestido de seda a la piel y su pelo parecía llevar años sin peinarse. Ya no quedaba rastro de su maquillaje e incluso se le habían empezado a agrietar los labios.
Avanzaba despacio, sin levantar apenas sus desnudos pies de la arena y dejando un sutil rastro de huellas que desaparecían sin necesidad de actuación por parte de otros agentes externos.
Había llegado hasta allí sabiendo lo que se encontraría y no dudaba de su decisión. Algunas mañanas se intuían las formas de la ciudad pero por más que avanzara la distancia seguía siendo la misma. Algunas tardes optaba por ir en dirección contraria aún cuando no sabía qué quedaba al otro lado de la niebla, quizá incluso fuese peor que el lugar del que venía: ese camino perfectamente empedrado saturado de personas que nada más que alcanzaba a ver la suela de sus zapatos, que sonreía falsamente y que, al igual que ahora ella, no tenía sombra.

La duda contiua se había instalado en sus huesos y la manejaba a su antojo. Amenazaba con el caos pero premiaba con el infinito.
Por eso seguía allí, caminando en medio de la densa niebla sin arrepentirse de su decisión.