Llevaba abierta apenas un par de días. En los sesis años que llevaba viviendo en el barrio había visto nacer y morir cientos de negocios, pero era la primera vez que el establecimiento se convertía en una cafetería. Desde luego que parecía una buena opción y partía con la ventaja de no tener competencia en varios kilómetros a la redonda. Pero había sido extraño: ningún vecino conocía a los dueños, no habían visto camiones descargando suministros, ni mucho menos obreros adecentado lo que hubiera sido una peluquería la última vez.
Y la cuestión no era que los vecinos, paseantes cotillas habituales de su calle, no se hubieran percatado, el problema era que ella, que vivía justo encima y la ventana de su habitación daba casualmente a la entrada del establecimiento, tampoco hubiera visto el mínimo indicio de humanidad. No podían llamarla obsesionada porque siempre se había dedicado a observar a la gente con la que compartía territorio, de formación profesional. Detestaba cuando alguien pretendía definirla como detective cuando eso era hilar demasiado alto para sus escasas aspiraciones a cotilla senior en cuanto se jubilara. El caso era que en aquella ocasión puede que estuviera llegando un poco más lejos si se pasaba las noches en vela convencida de que, en ese instante en que parpadeaba, accedían al local centenares de personas que preparaban la fiesta padre, en silencio, pero que bien que la montaban.
Sí, claro que había contemplado la posibilidad de que hubiera otra puerta de entrada. No, por supuesto que no era a través de los hogares de ninguno de sus vecinos, que ya se había colado ella en sus casas, revisado cada palmo de suelos y paredes, e incluso ejercido de inspectora jefe de la policía (ejerciendo por un rato su profesión, no así su cargo) con las mejores técnicas de interrogatorio que hubieran visto en su comisaría. Más le valía que aquello no llegara a oídos de su jefe o iba a perder sus preciados privilegios de vaga redomada. La entrada alternativa debía estar, por tanto, en el subsuelo. Claro que había bajado a las alcantarillas, una ruta de lo más inspiradora, y lo decía muy en serio, había sido un viaje de lo más revelador. Claro que resultados en cuanto a la puerta se trataba... quedaban espacios dispuestos a la incognita, paredes que querían sonar huecas y que quizá no fueran ni la digna morada de una bien alimentada familia de ratas, pero eso era todo.
Total, que no perdía nada por entrar, más allá de que un café demasiado bien preparado la pudiera poner de mal humor y jorobarla su día libre, pero si no era aquel bebedizo, alguno de sus vecinitos terminaría por lograr el mismo efecto según se le cruzara, que si no llevaba el uniforme todos la tomaban por el pito del sereno (y si lo llevaba entonces era ella la que ignoraba lo que representaba).
Ni un cartel de bienvenida, ni una mísera lista de precios adornaban el escaparate tintado de un gris que parecía aludir a una gruesa capa de cuidada suciedad: polvo engominado en el interior y lluvia embarrada en el exterior. Pero ella sabía que no era así, conocía perfectamente el efecto del polvo y el barro en el cristal desde que su madre hubiera dejado de visitarla y ella, como muestra de rebeldía, hubiera decidido no limpiar las ventanas de su casa (con excepción, por supuesto, de la de su habitación por razones obvias).
No olía a nada. Ni café recién hecho ni el ambientador barato que compras para tu casa y según lo abres te explicas porqué, más allá de su bajo precio, estaba además rebajado.
La reforma le resultaba evidente, que ella no dejaba que nadie la cortara sus greñas pero siempre disponía de tiempo para echarle un vistacito a las revistas esas de cotilleo que nadie compraba en el vecindario pero de las todos estaban al tanto, no fuera a ser que les llamaran ignorantes. Las paredes habían sido revestidas de unos azulejos grisáceos que le daban un aspecto neutral que no tenía nada que envidiar al papel de florecillas previo. Ni un cuadro ni una mísera fotografía. Por luces tenía dos tristes fluorescentes que por atípicos ni siquiera parpadeaban. Junto al escaparate estaba la única mesa de toda la cafetería junto a dos sillas blancas y una máquina para hacer el prometido café. El resto de la estancia quedaba diáfana y solo se distinguían dos puertas al fondo que bien podrían haber sido el acceso a un baño y un almacen, como la buena lógica pudiera dictar, pero que ella estaba convencida debían tener un mejor uso dada la esquisitez del local. Si es que estaba a punto de llorar de la emoción y deseosa de conocer a tan sublimes decoradores.
Se dirigió hacia la cafetera y, al comprobar que no había ni una taza, ni un mísero vaso de plástico, ni tan siquiera un plato roñoso, aceptó que la estaban dando el premiso para beber a morro. Jamás podría perdonarse no haber entrado antes.
De pronto la puerta del establecimiento se cerró violentamente y las luces se apagaron. Comenzó a sonar una canción de cuna por unos altavoces que estaba convencida allí no habían. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y una corriente de viento sacudió su pelo enmarañado desenredándolo como ni siquiera su padre había logrado desde que tuviera siete años. La emoción recorría sus venas como ni siquiera lo hacía cuando llamaba a su jefe pidiéndole el día libre porque una hormiga se había colado en su armario y le había dado la noche.
A través del cristal del escaparate pudo ver cómo se producían una serie de rápidos crímenes que no tenían nada que enviar al guion de la película de acción más trepidante que hubieran hecho en Hollywood, y a los que por supuesto ella no estaba acostumbrada por su tendencia a prestarle más atención a las aves que pudieran cagar sobre su gorra que al suceso en cuestión por mucho que hasta el atracador (o asesino de turno) insistiera en que mirara. De manera que no se inmutó.
Unas manos pringosas se engancharon a sus tobillos mientras que al exterior llegaban varias patrullas que, sin duda, debían andar despistadas sin su ayuda pero que podrían salvar el día por los pelos. Quiso sentarse en una de las sillas para contemplar el espectáculo del exterior como si estuviera en el cine viendo esa taquillera película americana, pero los dedos que se aferraban cada vez con más fuerza a sus extremidades inferiores lo impidieron. Se hubiera conformado con sentarse en el suelo, a fin de cuentas lo de ir al cine era algo como de una vida previa, pero ni siquiera eso la permitieron las manos pringosas. No la importó quedarse de pie. En realidad ya tenía suficiente con esas tardes que plantaba su culo en un banco cada vez que algún descerebrado quería ligar con ella y la invitaba a dar un paseo por el parque en un supuesto atardecer romántico que no era sino una larga noche sin siquiera estrellas fugaces.
Sintió cómo unas zarpas arañaban su piel bajo el jersey y cayó en la cuenta de que quizá ella también debiera cortarse las uñas. Agradeció las gotas aromatizadas a sangre que cayeron desde el techo sobre su pelo. Llevaba mucho tiempo valorando la opción de teñirse pero como que no se atrevía no fuera a ser que la tacharan de moderna, y mira tú por donde que habían decidido por ella.
Por fin hizo su aparición el dueño. Estaba un poco decepcionada por el tiempo de espera. Era una sombra de complexión esquelética. Le hizo gracia que llevara capucha cuando era evidente que solo llovía sobre su propia cabeza, aunque reconocía que encajaba con su estilo de asesino despiadado, y que estuvo a punto de aplaudir su actuación cuando se llevó un dedo de la mano derecha al cuello simulando la muerte.
En realidad ni siquiera se inmutó cuando un humo verdoso comenzó a llenar la estancia dificultándola respirar. La sombra se rió con nerviosismo sin poder ocultar su sopresa por la entereza con la que su quinta víctima del día le hacía frente. Lo que no sabía era que su víctima, bajo la fachada de policía incompetente, era una imbatible cazadora de monstruos que recién comenzaba su jornada laboral y ya llevaba ventaja frente a él.