Guío a mi dedo índice a través de la vorágine de términos. Los académicos definen la palabra “palabra” como unidades lingüísticas que tienen generalmente un significado. Me detengo. Leo. Analizo. Vuelvo a leer. Mastico. No hago pompas como si fuera un chicle. No lo es. Mastico con la intención de digerirlas.
Me encuentro con un conjunto de conceptos relacionados de
forma coherente y una fuerza de atracción en la que importa, de la misma manera,
la consideración de lo positivo como de lo negativo. Me enredo en frases largas
que apenas permiten respirar. Me enredo en los diagramas que comparten origen y
divergen en uso. Me enredo en los juegos culturales que recaba la historia y se
diluyen en las paradojas sociales.
Entonces me surgen preguntas. Se cruzan rápidamente unas con
otras. Llegan hipótesis. Ellas solas. Buscan sus propios laberintos. Y aparecen
las conclusiones. Conclusiones sin ánimo de ser nada más allá que otro escalón
de la pirámide. Nada más allá de lo que supone sentir que el corazón late de
nuevo.
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