Hacía tres años que había optado por no utilizar reloj de pulsera, y oye, que parecería una tontería, pero vivía mucho más feliz. Me dejaba guiar por mi intuición, aunque a veces la posición del sol también me ayudaba. Y no me iba nada mal: por el momento nunca había llegado tarde ni al trabajo ni a ninguna cita, pero he comenzaba a detestar a quienes miran de manera constante su reloj, complicando algo tan sencillo como disfrutar de la mutua compañía.
Le siguió el de la pared de la cocina y el del salón. Y no recuerdo si fue antes o después pero la cadena de radio perdió la hora en algún apagón y ya no me molesté en que la recuperara.
Ahora ya sólo me marca el momento del día la televisión, que mantengo por mis sobrinos y que sólo enciendo cuando ellos llegan, y el móvil, que me estoy planteando enterrar en el jardín.
Tan acostumbrada estaba ya a esa ausencia de horarios, que cuando le propuse a Martín que se viniera a vivir conmigo no tuve en cuenta el detalle, pues él, aunque respeta mi decisión, sí que depende del tiempo. Cada noche se quita su reloj de pulsera y lo deja sobre la mesilla. Entonces mi cabeza no puede más que concentrarse en su rítmico tic-tac, tic-tac, TIC-TAC, TIC-TAC.
Llevo ya tres noches sin apenas dormir, y aunque lo hemos hablado, él insiste en su necesidad de escuchar el tiempo como yo en la urgencia porque se deshaga de ese cachivache. Sinceramente creo que esto a acabar con nuestra relación.
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