Siempre había estado ahí, acumulando polvo. No recuerdo dónde lo compramos aunque apostaría que fue al principio de nuestro noviazgo. Me llamó la atención por su forma. A ti por sus colores. El caso es que enseguida lo abandonamos en aquel mueble.
La primera vez que se te cayó al suelo te asustaste. Pero ahí estábamos los dos y apenas se rayó el cristal. Nos miramos en su reflejo, seguía siendo una delicada pieza de cristal por mucho que lo hubiéramos olvidado. Decidiste ponerlo en un lugar más alto para evitar riesgos. Me pareció buena idea y durante un tiempo yo también me ocupé de que no le rozara ni una mota de polvo.
Empecé las clases de pilates y tú te implicaste más en el equipo de tenis. Luego llegaron las vacaciones. Me despidieron injustamente en el trabajo y tú empezaste a viajar más para la agencia.
Fue un año más tarde. Te juro que no recordaba que lo habíamos dejado allí. Lo pegué con celo porque no sabía dónde había puesto la cola. Estabas en Singapur y, sinceramente, no entiendo cómo lo descubriste. No te lo conté porque no creí que fuera necesario. Era una chorrada sin importancia. Seguía siendo una única pieza, frágil y cutre pero unida. Además, no lo hice aposta.
En cambio tú... nunca me lo imaginé. Lo cogiste con tus manazas llenas de grasa y lo lanzaste al suelo. Fue un corte limpio pero efectivo. Te arrespentiste al momento. Es una estupidez, pero sentí que los pétalos perdían color. Quizá incluso antes no fueran blancos... no lo recuerdo.
Me pasé una semana sin hablarte y luego lo vi allí, en mi escritorio. Daba la impresión de que jamás se hubiera roto. Lo cogí entre mis manos y busqué la grieta. Estaba ahí aunque casí que no se notaba. Me miraste con ternura y volvimos a buscarle juntos un lugar en que no sufriera más las consecuencias de nuestras discusiones.
Tropezamos muchas veces más con su fría superficie de cristal. Cada vez era uno el que corría a por el pegamento hasta que una día dejamos de hacerlo porque ya no conseguíamos que aguantara unido más de un par de horas. No lo hablamos pero estábamos de acuerdo.
Te fuiste a vivir con aquella chica joven que bien podría haber sido tu hija. Guardé la figurita en el cajón de la mantelería fina. Nunca llegamos a usarla y eso que cuando lo compré me aseguraste que te encantaba. Sospecho que ni siquiera lo miraste. Me parece lo más feo que ha pasado por mis ojos y no entiendo por qué se me antojó comprarlo.
A veces abría el cajón. Solo cuando no había tenido un buen día en el trabajo. Jugaba a que de nuevo era una única pieza lista para exhibirse en el museo más importante de la ciudad. Entonces me cortaba en el dedo y las dos piezas volvían a separarse. Una gota de sangre resbalaba por un pétalo blanco y caía en el espejo. Apartaba la vista de mi reflejo antes de que la sangre rozara mis labios.
Viniste varias veces en su busca aunque siempre con la excusa de recoger algo que te había pedido nuestra hija. Insistí en haberlo tirado a la basura según cerraste la puerta para irte con tu nueva novia. Te ibas con las manos vacías. Nuestra hija jamás te hubiera pedido nada de mi casa. Yo lo sabía y aún así te dejaba entrar y que me preguntaras por nuestra flor de cristal.
Entonces me contrataron en aquella galería y encontré una hermosa colección de figuritas. Las había también de porcelona, de plástico y hasta de madera. Al principio apenas podía observarlas por miedo a que se rompieran como lo hizo nuestra flor. Luego me encapriché de una pieza de porcelana. Enseguida la compré aún a sabiendas de que no quedaría bien en los muebles del salón. No... en realidad era que no encontraba un lugar adecuado para dejarlo reposar porque eran los mismos lugares por los que había pasado nuestra flor de cristal.
Me deshice de las dos.
Pasó mucho tiempo antes de que otra figurita entrara en casa. Tampoco me resultaba imprescindible. Quiero decir, en el salón había otro tipo de decoraciones que se encontraban en perfecto estado, quizá incluso más limpias que antes.
Me costó decidirme. Me había cautivado en el primer segundo pero no sabía hasta qué punto estaba dispuesta a que entrara en casa. Tardé más de cinco meses en cogerla con mis manos. Un tiempo después se lo enseñé a nuestra hija. Dijo que sólo yo podía tomar esa decisión pero que aún así le gustaba. Pasaron todavía varios meses hasta que me decidí a traerlo a casa.
Preferí colocarlo en el dormitorio. Cada mañana lo iluminan los primeros rayos y lo contemplo desde mi lado de la cama. A veces, en un descuido, lo rozo, pero pongo todo mi empeño en que jamás llegue a tocar el suelo. Me parece tan hermoso que merece la pena cuidarlo. Nunca hicimos eso con nuestra flor de cristal. Aún menos cuidamos nuestra relación.
02-03-2019