domingo, 31 de marzo de 2019

Busco pero no encuentro

Tengo una espina clavada y no sé dónde. Me desangro y siento la debilidad pero desconozco el lugar del que todo procede.

He dejado de montar en bici porque me ahogo. No, no estoy enferma, al menos nada que ver con los pulmones. Me lo certificó mi médico.

Me paso las mañanas hipnotizado frente a la ventana de mi habitación. Tiemblo sin disimulos e incluso a veces lloro. Las tardes se reducen a un vago intento por sacarme de la cabeza esa incertidumbre que me aplasta.

Ya no disfruto los atardeceres. Los últimos rayos de sol acarician mi frente como llevan años haciéndolo, pero mi piel ya no siente su calor. Es más, el frío se acomoda entre mis dedos y dejo que las horas pasen...

Lo peor es la noche. Doy vueltas en mi cama, me agitó y me asfixio. Compruebo que llevo más de dos horas acostado y que, pese a estar cansado, un día más no voy a dormir.

Se han acabado los sueños y mis manos aún buscan una mirada cómplice. Huelo a tierra mojada pero hace días que no llueve, ni siquiera se prevé tormenta.

¿A qué juegan las amapolas en invierno?

¿Por qué no hay respuestas?

domingo, 24 de marzo de 2019

Jóvenes de nuevo

Se despidieron una tarde gris. No hablaron las horas previas y en el aeropuerto apenas intercambiaron un par de miradas ajenas. No volverían a encontrarse y su amor ya solo descansaría en el recuerdo - si por ellos fuera en el olvido, pero había sido tan intenso, que por muchas lunas que pasaran, siempre les llegaría un regazo de lo que pudo ser y no fue.

Reaprendieron a vivir cuando la noche se hizo eterna. Cada uno en su mundo descubrió estrellas fugaces que impulsaron nuevas mañanas. Y al despertar volaron lejos de su jaula de cristal.

Se quedó el tiempo vacío de miradas imperfectas, ni una mota de polvo que sucumba frente a la libertad. Fueron luz en el camino, la sonrisa vespertina y el aliento en su mirar. La piel se acostumbró a otras caricias, la ternura pintó el abismo y la risa contagió a la tormenta.

Sin embargo, seguían lejos el uno del otro... y eso les dejaba fuera de combate por muchas ganas que tuvieran de participar. Toda la fuerza com que se sentían al comenzar, se perdía entre las sombras de una hoguera extinguida a la fuerza. Las cenizas ocupaban la chimenea de la estancia principal, y no había huracán que se llevara tanta vida.

Entonces sucedió. Las arrugas surcaban el rostro y las canas coloreaban el cabello. No era nada que mereciera su verdadera atención. Una llamada, un encuentro casual que aguardaba la complicidad de su destino.

Volvieron a mirarse con la curiosidad de un niño, sus manos acariciaron una piel que nunca había sentido un abrazo tan real aún cuando le resultaba familiar. Fueron jóvenes de nuevo pero amandose a su edad.

jueves, 21 de marzo de 2019

Poesía

Ecos rebosantes de vida,
palabras que enturbian
un alma cansada.
Soy susurro
en tu desconfianza.
Gritan las miradas
que descansan en papel,
todos los versos
que atraen tu caos.

Necesidad...

Recuerdos en el olvido
de un invierno rescatado.
Silencios de voces lejanas
acarician tu llanto.
Latidos acelerados
que conforman tu canción.

Necesidad de...

Una dimensión anexa
sin tiempo de espera,
viaje sin rumbo
destinado al alma.
Vivir el infinito
en un puñado
de secretos desvelados.
Humo que embriaga
 mis sueños.

Necesidad de ser...

Ganarle al vacío
con una burla imperfecta.
Una zarza que desgarra
tu piel oxidada.
Vuelan las mentiras
que apagan el frío
e incendian tus entrañas.

Necesidad de ser...
poesía.

domingo, 17 de marzo de 2019

La noche

Salió de allí con la cabeza bien alta, fingiendo que todo estaba bien aunque acabaran de reírse de ella delante de su cara. Y lo mejor de todo era que lo habían reconocido, no se molestaron lo más mínimo en ocurtarlo. Todo quedaba claro.

Caminó por el puerto con el rostro serio. Era más de la una de la madrugada y corría una brisa fría que penetraba en sus huesos. Apenas pestañeaba. Tan solo en ocasiones, cuando se cruzaba con alguien más joven, sonreía como si aquel trayecto lo hiciera la mujer más feliz de La Tierra. Después la amargura ocupaba su torrente sanguíneo y caminaba hipnotizada.

Se sentó en un banco frente al mar y, con la mirada perdida, dejó que el tiempo fluyera al compás del oleaje. Apretó los puños recordando de nuevo su desprecio. Quizá hubiera sido una cobarde por no responder a su juego, pero eso precisamente lo que quería evitar.

Regresó a casa a paso lento. Por primera vez desde que estaba viviendo allí la dieron igual el inquietante parpadeo del ascensor, el movimiento brusco al ascender y los chirridos cuando se detuvo.

Abrió la puerta y caminó a oscuras por la casa. No había nadie. Se puso el pijama y se metió en la cama. Fue cuando apoyó la cabeza sobre la almohada cuando las lágrimas brotaron incontenibles. Una hora, dos...

La despertó Claudia, una de sus compañeras de piso. La estaba llamando al móvil porque había perdido las llaves. Eran más de las cinco de la mañana.

Escuchó sus voces en el pasillo. Venían también Marta y Victoria. Estaban borrachas. Ella les abrió la puerta y sin pronunciar palabra alguna regresó a su cama. Y con ella su llanto. Fue breve pero intenso. El dolor formaba ya parte de su respiración. Siguió escuchando sus risas buena parte de la madrugada.

A las diez se levantó, se cambió de ropa y ni siquiera desayunó. Salió de casa dando un portazo. Lo lamentó por los vecinos. Bajó los siete pisos de escaleras. El día estaba nublado pero se puso las gafas de sol. Fue hasta la playa evitando las calles de la noche anterior. No le importó tardar veinte minutos más.

Se descalzó y caminó por la arena hasta la orilla. Se detuvo y esperó a que la siguiente ola alcanzara sus pies. El frío sacudió su cuerpo. Cerró los ojos y avanzó unos pasos. Se dejó mecer por el océano dejando la mente en blanco. Aquellos días debían ser felices... memorables... rió a carcajadas.

Abrió los ojos sintiendo un rayo de sol acariciando su piel. La calma del mar fue penetrando en sus entrañas. No iba a hablar con ellas de aquel suceso. Todo estaba claro. No volverían a coincidir nunca más, pero ella... ella empezó a ser ella.

28-09-2018

domingo, 10 de marzo de 2019

Flor de cristal

Siempre había estado ahí, acumulando polvo. No recuerdo dónde lo compramos aunque apostaría que fue al principio de nuestro noviazgo. Me llamó la atención por su forma. A ti por sus colores. El caso es que enseguida lo abandonamos en aquel mueble.

La primera vez que se te cayó al suelo te asustaste. Pero ahí estábamos los dos y apenas se rayó el cristal. Nos miramos en su reflejo, seguía siendo una delicada pieza de cristal por mucho que lo hubiéramos olvidado. Decidiste ponerlo en un lugar más alto para evitar riesgos. Me pareció buena idea y durante un tiempo yo también me ocupé de que no le rozara ni una mota de polvo.

Empecé las clases de pilates y tú te implicaste más en el equipo de tenis. Luego llegaron las vacaciones. Me despidieron injustamente en el trabajo y tú empezaste a viajar más para la agencia.

Fue un año más tarde. Te juro que no recordaba que lo habíamos dejado allí. Lo pegué con celo porque no sabía dónde había puesto la cola. Estabas en Singapur y, sinceramente, no entiendo cómo lo descubriste. No te lo conté porque no creí que fuera necesario. Era una chorrada sin importancia. Seguía siendo una única pieza, frágil y cutre pero unida. Además, no lo hice aposta.

En cambio tú... nunca me lo imaginé. Lo cogiste con tus manazas llenas de grasa y lo lanzaste al suelo. Fue un corte limpio pero efectivo. Te arrespentiste al momento. Es una estupidez, pero sentí que los pétalos perdían color. Quizá incluso antes no fueran blancos... no lo recuerdo.

Me pasé una semana sin hablarte y luego lo vi allí, en mi escritorio. Daba la impresión de que jamás se hubiera roto. Lo cogí entre mis manos y busqué la grieta. Estaba ahí aunque casí que no se notaba. Me miraste con ternura y volvimos a buscarle juntos un lugar en que no sufriera más las consecuencias de nuestras discusiones.

Tropezamos muchas veces más con su fría superficie de cristal. Cada vez era uno el que corría a por el pegamento hasta que una día dejamos de hacerlo porque ya no conseguíamos que aguantara unido más de un par de horas. No lo hablamos pero estábamos de acuerdo.

Te fuiste a vivir con aquella chica joven que bien podría haber sido tu hija. Guardé la figurita en el cajón de la mantelería fina. Nunca llegamos a usarla y eso que cuando lo compré me aseguraste que te encantaba. Sospecho que ni siquiera lo miraste. Me parece lo más feo que ha pasado por mis ojos y no entiendo por qué se me antojó comprarlo.

A veces abría el cajón. Solo cuando no había tenido un buen día en el trabajo. Jugaba a que de nuevo era una única pieza lista para exhibirse en el museo más importante de la ciudad. Entonces me cortaba en el dedo y las dos piezas volvían a separarse. Una gota de sangre resbalaba por un pétalo blanco y caía en el espejo. Apartaba la vista de mi reflejo antes de que la sangre rozara mis labios.

Viniste varias veces en su busca aunque siempre con la excusa de recoger algo que te había pedido nuestra hija. Insistí en haberlo tirado a la basura según cerraste la puerta para irte con tu nueva novia. Te ibas con las manos vacías. Nuestra hija jamás te hubiera pedido nada de mi casa. Yo lo sabía y aún así te dejaba entrar y que me preguntaras por nuestra flor de cristal.

Entonces me contrataron en aquella galería y encontré una hermosa colección de figuritas. Las había también de porcelona, de plástico y hasta de madera. Al principio apenas podía observarlas por miedo a que se rompieran como lo hizo nuestra flor. Luego me encapriché de una pieza de porcelana. Enseguida la compré aún a sabiendas de que no quedaría bien en los muebles del salón. No... en realidad era que no encontraba un lugar adecuado para dejarlo reposar porque eran los mismos lugares por los que había pasado nuestra flor de cristal.

Me deshice de las dos.

Pasó mucho tiempo antes de que otra figurita entrara en casa. Tampoco me resultaba imprescindible. Quiero decir, en el salón había otro tipo de decoraciones que se encontraban en perfecto estado, quizá incluso más limpias que antes.

Me costó decidirme. Me había cautivado en el primer segundo pero no sabía hasta qué punto estaba dispuesta a que entrara en casa. Tardé más de cinco meses en cogerla con mis manos. Un tiempo después se lo enseñé a nuestra hija. Dijo que sólo yo podía tomar esa decisión pero que aún así le gustaba. Pasaron todavía varios meses hasta que me decidí a traerlo a casa.

Preferí colocarlo en el dormitorio. Cada mañana lo iluminan los primeros rayos y lo contemplo desde mi lado de la cama. A veces, en un descuido, lo rozo, pero pongo todo mi empeño en que jamás llegue a tocar el suelo. Me parece tan hermoso que merece la pena cuidarlo. Nunca hicimos eso con nuestra flor de cristal. Aún menos cuidamos nuestra relación.

02-03-2019

martes, 5 de marzo de 2019

Querría acostumbrarme...

Podría acostumbrarme a sonreír, pero a sonreír de verdad, con el alma. Podría acabar con esta máscara de falsedad que tanto me he obligado a vestir, que tanto me han obligado a admirar. Quizá hasta sería capaz de convertir mis arrugas en una expresión más amable, confiar sin perder por ello la duda ante la hostilidad del mundo.

Podría acostumbrarme a una rutina de caos y cambio donde la incertidumbre me obligue a dar pasos hacia delante asumiendo los riesgos del fracaso y volando con el impulso del triunfo. El mañana siempre es incierto, ¿por qué tratar de adelantarle? Sentir un ligero nerviosismo que apuntale el cuerpo hacia la acción continuada. Sentir... sentir que aún queda un hálito de vida dispuesto a luchar más allá de la supervivencia. Descubriría el vértigo y la emoción de la caída libre.

Podría acostumbrarme a los silencios incómodos a mi alrededor, a las miradas inquietas y al rechazo de sus gestos. No me importarían sus palabras porque otras voces me habrían dicho la verdad. Me daría igual porque no serían nadie con la suficiente mentira como para lograr que mi piel se desgarrara. No me darán miedo quienes no me tienen respeto.

Podría acostumbrarme a ti... a tus caricias y tu atención. Podría corresponder a tu cariño con la misma ternura con que abrazas cada instante. Podría olvidar mi cobardía y simplemente dejarte descubrir mis labios. Se acabaría la agonía malsana de un secreto a voces. Se pudrirían las dudas en el recuerdo compartido. Respiraría.

Podría acostumbrarme a ser feliz, a levantarme cada día con ilusión y sentir la cercanía del mundo. Podría acostumbrarme a tu aliento en la fría madrugada, a llorar cada vez que lo necesite y tener un hombro sobre el que apoyar mi desconsuelo. Podría acostumbrarme a bailar pese a que nunca me ha gustado. ¿Podría acostumbrarme...?

Podría hacer tantas cosas que incluso en la lentitud de un segundo congelado, la felicidad recorrería mi mundo.

Podría... o no... ¿Podría acostumbrarme...?