Dormía encogida y caminaba dando brincos. Margarita dibujaba un pentagrama en la esquina superior derecha de cada página de su cuaderno de recetas. Se recogía el pelo en una trenza para estar por casa y dejaba su melena suelta para salir a la calle.
Se movía por la ciudad en patinete, excepto los días de lluvia; entonces se enfundaba su chubasquero violeta y unas botas de agua transparentes para que los viandantes pudieran ver sus calcetines desparejados. No se tomaba tiempo en combinar su vestuario. Su habitación estaba impoluta y cuidaba cada detalle con precisión.
Salía a correr tempranito todas las mañanas y desayunaba una buena tostada untada con chocolate. Las noches de fiesta las prefería de jueves a sábado, pero tampoco buscaba excusas si surgía la oportunidad cualquier otro día.
Margarita estudiaba ingeniería aeronáutica e impartía clases de ballet a niños en situación de vulnerabilidad. Se había independizado a los dieciocho años y le preparaba la comida a sus abuelos una vez por semana. Había adoptado un perro y un gato.
Estaba planeando un viaje por la costa argentina con un grupo de amigas del colegio. Tonteaba con un chico que había conocido en una excursión a la montaña, pero Margarita no quería nada serio en aquel momento.
Su sonrisa calmaba pero no dudaba en sacar el mal genio si la tocaban las narices. Tenía paciencia para todo menos para el papeleo administrativo. A veces pedía ayuda cuando no se encontraba bien emocionalmente. Mandaba postales sin firmar cuando pasaba demasiado tiempo sin hablar con alguien a quien apreciaba.
Así que no, no tengo claro que haya sido capaz de hacer algo así.