Te despiertas en mitad de la noche. Una de esos tórridos días en que con la caída del sol no lo hacen las temperaturas. Ni siquiera el ventilador logra que te mantengas dormido por más de dos horas.
Te levantas de la cama. Tu cuerpo desnudo y sudoroso avanza
con pasos torpes. Siempre te ha hecho gracia el balanceo al andar de los
zombies, pero en ese momento, en que te sientes replicando el movimiento,
piensas que no tiene nada de divertido.
La luz de las farolas ilumina tu piso a través de las
ventanas abiertas de par en par. Tú eres más de andar a oscuras y acabar con moratones
en las piernas. Entras al baño. Meas. Abres el agua fría. Sale templada. Te
lavas las manos y la cara. Refrescas también tu nuca, los brazos y las piernas.
Confías en que con la corriente del ventilador logres conciliar el sueño un par
de horitas más antes de empezar otra sofocante jornada veraniega.
Te está mirando. Te mira a los ojos. Sientes toda la
intensidad con que solía navegar por tu mirada. Lo ves bien. Cansado. Eso es
todo. Está bien. Observas su ropa. Es la misma que llevaba el día que os
despedisteis. Sabes que no era la que llevaba el día de su desaparición. Le
concedes el poder de la credibilidad a tu visión y decides perderte tú también
en sus ojos. Te devuelve a un estado de calma que ya no creías poder recuperar.
No quieres moverte. Quieres quedarte en ese instante para
siempre. Y aun así decides avanzar. Temerosa de que con el siguiente paso
desaparezca. Se convierta en humo. Pero no lo hace. Observa tu caminar desmañado. Te sonríe. Dulce.
Tierno. Sincero. Como cuando os conocisteis. Y tú te sientes a punto de derretirte.
Te detienes a unos centímetros de su cara. Te gustaría sentir su aliento. Oler su pelo. Pero no hay nada de eso. Apartas la vista. Al segundo sientes su mano acariciando tu mejilla. Realmente sientes su calor. Su tacto suave. Y como te anima a volver a mirarle a los ojos. Y abrazarle. Y os abrazáis. Un abrazo largo. Atemporal.
Os separáis y entonces sí, su cuerpo se va difuminando.
Lentamente. Hasta no quedar nada. Entiendes que ya no está. Y ahora ya puedes aceptarlo. Piensas que en otra circunstancia
estarías llorando como una magdalena. Pero no. No lo haces. Ya has llorado.
Regresas a tu habitación. Te tumbas en la cama y, aunque el sudor sigue
empapando las sábanas, te duermes. Descansas plácidamente.