Esperó a que ella descolgara para toser dos veces y luego, con voz lastimosa, asegurarle que le daba mucha pena no poder acudir. Utilizó literalmente aquellas palabras: “no poder acudir”. Que le hubiera encantado estar en su fiesta pero que apenas podía salir de la cama. Que confiaba estar recuperada para la boda. Tosió y suspiró un par de veces más hasta cerciorarse de que su interlocutora era consciente de que aquel oportuno catarro la estaba dejando muy apenada.
Colgó la llamada, se ajustó las gafas y guardó la carpeta
con los cincuenta mil dólares en el doble fondo de su maleta de mano.
Se giró hacia la cama. Sobre ella, el cuerpo inerte de un
hombre. Desnudo. Sin marcas de sangre. Con un papel arrugado entre sus manos.
Escrito de su puño y letra. No era una nota de suicidio. Era una carta para ella.
Cogió unas tijeras de la cocina y fue al baño. Se quitó las
lentillas que hacían sus ojos marrones. Se cortó el pelo. Fue dejando que los
mechones cayeran por el retrete. No era un look perfecto pero sí aparente. Dejó
caer también las lentillas. Tiró de la cadena. Se desmaquilló y volvió a
mirarse en el espejo. Un cuerpo cansado de ojos brillantes. Vivos.
Se quitó la falda y la guardó en la maleta. Rebuscó en el
armario. Se puso un pantalón de chándal de él que quemaría en cuanto pudiera.
Apagó el móvil. Sacó la tarjeta sim y la troceó. Abrió la
nevera y fue dejando los pedacitos entre los distintos alimentos. Del móvil ya
se desharía más adelante.
Le miró una última vez. Le dio asco.
Recogió la mochila con sus libros. Agarró la maleta y salió
del apartamento. Echó el cerrojo y tiró las llaves a la alcantarilla.
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