Echo de menos la calma de las cafeterías. Levantarme tarde los sábados. A las nueve. Bajar al centro con la mochila roja. Probar un lugar diferente. O regresar a aquella pequeña tienda al final de la calle comercial. Pedir un capuccino y sentarme cerca de las ventanas. Remover el azúcar mientras me voy concentrando. Sacar el cuaderno y un par de hojas sueltas más. Escribir. Acabar el café y seguir escribiendo. Regresar a casa pasada la hora de comer.
Echo de menos los jardines. Sentarme en un banco en otoño e invierno
y en el césped con la llegada de la primavera. Ver cómo las ardillas saltan de
rama en rama. Repetir la foto al puente rojo. Y a las verjas oxidadas.
Llevar un libro y no sacarlo de la mochila. Escuchar el silencio. Cuidarlo.
Echo de menos hacer planes. Discutir por la cena de los
domingos. Ver una peli todos juntos. Buscar objetivos personales. Soñar con
viajes. Y realizarlos. Planificar cada detalle y luego mandarlo a la mierda e
improvisar. El trasbordo en la capital. Los castillos. Los museos. Las
anécdotas. Nuestro grupo imperfecto y multicultural.
Echo de menos coger todos los días el autobús. La línea 2. La azul. Que los jueves fuéramos en hora punta y coincidiéramos con tres chicas jóvenes con los carritos ya vacíos de sus hijos. Llegar a la oficina. Tanta gente extraordinaria. El humor de Glen, el cariño de Poppy, la energía de Jenny, la risa de Laura, la complicidad con Aalto, el cuidado de Angela. A los otros voluntarios. La amabilidad de cada integrante del comedor. A los padres. A los otros jóvenes. Sobre todo a ellos. Su amor.
Echo de menos respirar y no ahogarme. Sonreír y no quemarme.
Llorar y no inundarme.
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