Algo extraño sucedía en esa casa. A Mateo le había parecido todo muy sospechoso desde el primer día: un casero amable y un precio bastante inferior al de la zona. No iba a ponerse tiquismiquis teniendo en cuenta su lamentable historial de alquileres, pero no por ello (o quizá precisamente por eso) iba a dejar de dudar y elaborar teorías de las que, por supuesto, no salía bien parado. La versión que más se repetía en su cabeza era la de que había un laberinto de pasillos secretos desde los que el dueño podía espiarle para después chantajearle y dejarle sin un duro antes de matarle haciéndolo pasar por una desaparición voluntaria. Su parte menos dramática no tenía la suficiente fuerza como para cuestionarle: ¿para qué iban simplemente a estafarle pudiendo sembrar la intriga y deshacerse de él sin más? No, la lógica exigía algo más despiadado.
No podía ser normal que, estando en el centro de la ciudad con las ventanas abiertas de par en par, apenas llegara un rumor débil del tráfico, ni se oían los camiones de la basura, ni las sirenas de la ambulancia, ni a los borrachos a media noche. Nada. Absolutamente nada.
Con el clima también era curioso. Ya podía llegar la peor de las borrascas y helarse las cañerías de todo el barrio, que aún sin calefacción, dentro se mantenía una temperatura más que agradable. Y algo similar en verano: la gente sudando la gota gorda por la calle, y en su piso se entraba a una cómoda primavera sin gastar en aire acondicionado.
Era un edificio moderno construido con buenos materiales aislantes, pero aquello iba más allá. Mateo se sentía afortunado y tenía la necesidad de felicitar a quien hubiera logrado tal hazaña. Claro, que eso quizá supusiera acabar con el... ¿hechizo? Eso en el mejor de los casos. Porque lo más probable es que de conocer el secreto debieran matarle. Por supuesto. No podía haber otra opción.
Pero ya el colmo de los colmos de las irregularidades en su apacible hogar, estaba con el asunto de las visitas. Después de mucho estudio había llegado a una conclusión para la que todavía no habían surgido excepciones: cada vez que Mateo invitaba a alguien por mensaje o llamada estando en su propia casa, a su interlocutor le sucedía una desgracia; mientras que si era algo improvisado o decidido fuera de su edificio, al minuto de que llegaran, se producía una de esas averías que te llevan por la calle de la amargura durante varíos días. De manera que, por si acaso, por su propio bien y el de sus seres queridos, se había visto obligado a no tener nunca, jamás de los jamases, ninguna visita. Algo que, ciertamente, no le suponía el más mínimo problema. Mateo era una persona sociable con gran sentido del decoro pero tremendamente vago, y eso de la limpieza y el orden lo llevaba especialmente mal. No se podía decir que viviera en una pocilga, pero le venía a las mil maravillas no tener que preocuparse de que la casa estuviera reluciente.
A fin de cuentas, extraño todo pero un chollo de los buenos. Al menos hasta que descubriera que no había ido a parar allí por casualidad sino por la mano y obra de unos diminutos seres que ya no sabían qué hacer para que Mateo encontrara la puerta y pudiera comenzar su misión.