Un susurro. El movimiento de las partículas en el aire. Llega de pronto pero siempre ha estado. En un rincón en mitad del pasillo. Habla con determinación. Es claro y conciso. Repite un monólogo que conoces muy bien. Son palabras que se desdibujan con su sibilina entonación. Y te hacen dudar. Temblar. Guarecerte. Y salir a flote.
Es una voz que viene del otro lado. De lejos. Muy lejos. Profunda. Densa. Y de aquí bien cerca. Bien pegadita a tus músculos y a tus venas. Contenida. Posada. Cercana aunque resulte fría. Cálida aunque beba del invierno.
Un arrullo. Incómodo. Esperado. O esperable. O que lleva demasiado tiempo en espera. En la sombra. Agazapado mientras seguía creciendo. Devorándose. Hasta convertirse en un gigante. Tímido. Ausente pero presente.
Es un hálito salvajo. Potente. Encorvado. Ambiguo en sus orígenes. Firme en sus raíces. Tenue. Constante. Incansable. Que atraviesa una mole de cemento diariamente para visitarte. Hasta colocarse frente a tu tímpano. Y acariciarlo.
Es la brisa que azota tu isla. Que arroja bocanadas de lava y te mima con el mayor de los cuidados. El fruto que se cosecha después de todo el trabajo. Un ciprés. Y la primera sonrisa de un bebé. Inocente. De una historia por escribir con varias páginas ya coloreadas.
Un grito. Un rugido que se calla cuando es escuchado.
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