Él se dirige al asiento de ventanilla de la quinta fila.
Nosotros nos quedamos al otro lado del pasillo.
Coloca una mochila de deporte medio vacía a sus pies y un maletín de ordenador en el asiento contiguo. No lleva abrigo. Viste con un jersey de lana beis que remanga y suelta cada cierto tiempo. Más bien como acto reflejo de su nerviosismo que por una cuestión de temperatura. Probablemente ni sea consciente de ello. No, no lo es. El pantalón vaquero le queda holgado pero no usa cinturón. Sus deportivas: desgastadas. Pero cuidadas: se anuda y desata los cordones para cada ocasión, en lugar de dejarlos siempre apretados. Joven. Veintiocho años bien disfrutados. No, no tiene granos. Tampoco gafas.
Nosotros también nos acomodamos en nuestro asiento pero no importa cómo vamos vestidos. Ni si nuestra vista está atrofiada.
Una notificación entre varias que observamos nosotros.
Pero solo una que despierta su atención. Desbloquea el teléfono y abre el chat. Sonríe. Es esa clase de esbozo que deja muy claro cuál es el dibujo completo.
Le vemos meditar la respuesta. No vemos lo que escribe. Solo que sus dedos teclean rápido en la pantalla táctil. Le vemos mirar la pantalla. El interior del autobús en penumbra y el rectángulo blanco entre sus manos.
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