No puede evitar reirse histriónicamente ante lo que se encuentra delante de sus ojos. En aquella estancia oscura y húmeda hay cientos de luciérnagas brillando intensamente y un pequeño ser alado sentado de espaldas. Debe estar aún dormida o haberse dado un buen golpe según ha entrado en casa, pero desde luego que algo no anda bien por su cabeza.
El escándalo de sus carcajadas asusta a las luciérnagas que se arremolinan al fondo del trastero y dejan de emitir luz. El ser alado, en cambio, se pone de pie y se gira hacia ella con determinación. Tiene la estatura de un niño de poco más de un año aunque sus facciones son más bien las de un anciano; se mantiene erguido, y Roció puede observar cómo las arrugas pueblan su rostro y su expresión es seria.
Con la mano izquierda se pellizca primero el antebrazo derecho y luego la mejilla. Claramente está despierta. Dejar de reir de golpe, empieza a no gustarle la situación. Rocío siente cómo su corazón comienza a acelerarse y su respiración se va agitando.
El… ¿hado? no aparta la mirada de ella pero ha empezado a agitar suavemente sus alas mientras que ha extendido el pie derecho hacia atrás retirando aún más de la vista de la joven una pequeña bolsa de tela. A Rocío no le queda claro si su mirada es solo de curiosidad o hay algo más. Pero no tiene intención de quedarse a averiguarlo.
La muchacha se gira bruscamente y cierra de un portazo de un trastero. Atraviesa corriendo la habitación y continúa por el pasillo. No tiene ningún plan pero correr ya le parece la mejor de las ideas.
Para cuando alcanza el picaporte de la puerta de su piso, se encuentra con el hombre alado rodeado de luciérnagas junto a ella.
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