sábado, 20 de octubre de 2018

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La puerta crujió. Darío se mordió el labio inferior conteniendo la respiración. Avanzó hipnotizado por unos recuerdos que tenía ya olvidados. Pese a que la luz que entraba por la claraboya era muy débil, el mantel floreado de colores chillones no podía por menos que atraer su atención. Se conservaba igual de espantoso que el primer día. Darío no podía comprender cómo, con lo feo que era, nadie se hubiera atrevido a cambiarlo. Bueno, sí lo entendía, era parte de la herencia de su abuela.

Mantenía su aspecto cochambroso. Juguetes, libros, trastos de los que ni siquiera conocía su uso se amontonaban en un inquietante equilibrio. Darío se agachó acariciando con ternura toda la superficie de una de las patas. Su padre decía que era muy especial porque la habían hecho con madera de sándalo. Darío no entendía absolutamente nada de bricolaje pero aquello sonaba muy exótico y le gustaba.

Se metió debajo como aquellas tardes de verano jugando al escondite con sus primos, como cuando pintó un corazón la noche en que Lucía le besó, y como cuando por las mañanas oía llorar a su madre y se clavaba las astillas de la pata que su abuelo tuvo que arreglar a marchas forzadas y nunca nadie llegó a lijar.

Una lágrima descendió lentamente por su mejilla izquierda mientras sacaba del bolsillo de su bolsillo un trozo de papel de lija.

16-10-2018

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