Dejó que las lágrimas descendieran lentamente por su rostro provocando un surco de pureza en su mugrienta piel. El polvo y el sudor del camino se habían adherido a su cuerpo de la misma manera que el dolor.
Apenas le quedaban ya un par de kilómetros pero se había concedido unos minutos de pausa para respirar. ¡Oh, ese aire puro que durante tanto tiempo le habían negado!
El silencio era, una vez más, abrumador, aunque ya se había acostumbrado. Estaba aprendiendo a distinguir aquellos en los que podía disfrutar y esos otros en los que temer a la inquietud. Era una calma sobrehumana que a otros muchos ya les había hecho caer, pero a él ya solo le preocupaba que cuando regresara aún existiera la humanidad, no como concepto de gente que nace, hace sus cositas en el mundo y muere, sino como personas.
Había empezado a gustarle aquella incertidumbre del camino. A veces se asustaba incluso de su propia sombra y estaba convencido de que, de conocerla, jamás podría confiar en ella. Eso sí lo había aprendido.
Se levantó y echó a andar. Ni la sangre en sus pies ni los cayos en sus manos le producían ya el mínimo dolor. Eran otras las heridas que todavía le mantenían vivo. La agonía que manaba de su mirada no era sino su más fiel compañera de viaje, la única dispuesta a acompañarle toda la vida.
A lo lejos aulló un lobo. Se estremeció un breve instante y después sonrió con una intensidad que no creía tener. Gritó emocionado. Hacía meses que no escuchaba su propia voz. Echó a correr. Estaba cerca el final y aún le quedaban muchos peligros a los que enfrentarse. Pero estaba vivo, más vivo que nunca.
Las copas de centenares de árboles le impedían ver el cielo pero incluso dentro de aquella espesura, supo que aquel amanecer estaba siendo especialmente bello.