Caminaba deprisa por el parque con la mirada perdida, como siempre... No, como en los últimos meses. La temperatura aún era baja a esa hora de la mañana. Con el ceño fruncido se llevó la mano derecha al pecho para subir la cremallera de la chaqueta.
Se detuvo. Ella... ella antes llevaba... Acarició su cuello dubitativa. Sí, ya lo recordaba: el colgante que le regaló su abuelo cuando nació. Nunca se lo había quitado pero, curiosamente, en ese instante era incapaz de rememorar nítidamente cómo era. Tan solo unos minutos antes se había mirado al espejo para ponerse los pendientes, debía haberse dado cuenta.
Con una extraña sensación en el cuerpo, la muchacha dio media vuelta prestando atención al suelo por si se le hubiera caído por el camino.
Subió las escaleras de su edificio con calma dándole vueltas al asunto. Su móvil comenzó a vibrar en el bolso. Sabía perfectamente que sería su jefa cargándola de trabajo antes siquiera de haber llegado a la oficina. Lo ignoró; la cara de acelga ya la llevaba desde que se levantó y no necesitaba que la amargara un poco más la mañana, tendría toda la tarde para sacarla de quicio.
Entró en la casa. Rebuscó en joyeros, entre los bolsillos de todas sus chaquetas y mochilas. Revisó hasta en los pantalones que llevaba tiempo sin ponerse. No estaba por ningún lado.
Pensó que quizá podría haberlo perdido en el rocódromo que había visitado el fin de semana anterior. Se sentó en una silla en la cocina y sacó su móvil dispuesta a comprobar si en las fotografías que habían tomado antes de comenzar la práctica lo llevaba todavía. Efectivamente, ahí estaba la llamada de su jefa. Apretó los puños a la par que una segunda llamada entrante suya lo hacía vibrar otra vez. Miró la pantalla hipnotizada en un pesado silencio. Sintió el tiempo pasar lentamente, y aún así, lo disfrutó. Hacía mucho que no experimentaba esa sensación.
Cuando su interlocutora colgó, la muchacha desbloqueó el móvil y fue a la galería. No, ese fin de semana ya lo había perdido. Comenzó a pasar fotografías. La sorprendió no verse sonreír en prácticamente ninguna de ellas, y aquellas en las que una débil mueva curvaba sus labios no las recordaba como circunstancias especialmente memorables.
Llegó al final de las galería. Cuatrocientas veintisiete imágenes tomadas en los últimos dos años y en ninguna aparecía el colgante. No es que le tuviera especial afecto, sí, se lo había regalado su abuelo, pero eso había sido antes de que él la culpara del divorcio de sus padres y de que intentara matarla por no haberle hecho por su cumpleaños su plato favorito. No, el origen del colgante le daba exactamente igual y tenía más que superada aquella situación. Simplemente llevaba toda la vida con ello puesto, era parte de ella misma. Lo que de verdad la preocupaba era no haber notado su ausencia en, por lo menos, dos años.
La pantalla del móvil se apagó y su rostro quedó reflejado en su superficie. Llevaba tanto maquillaje encima que ni se reconocía (y eso que no le gustaban los potingues), las ojeras pese a todo seguían siendo evidentes y tenía un arañazo muy reciente en la frente del que no se había percatado hasta entonces.
Había perdido el colgante y se había abandonado a sí misma.
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