Sobre el prado descansa
el candor de una piel
que oscila entre la hoguera
y el celeste grito
de una rosa sepultada.
Lo que se perdió entre la niebla
de aquel lago sin desertores
corrompe el duelo
que dejan los inquilinos
sobre ríos de lava.
Aquella brisa ya lejana
derroca al silencio
que sacudía las entrañas
con la duda enquistada.
Es culpa del aguacero,
es culpa de la decepción,
es culpa de la tormenta prevista
que agoniza entre los juegos
del intelecto.
¡Ay, dueña plateada!
Cuando regrese la calma
y nada reconforte
la sal de tus heridas,
cuando no te quede nada
para entregarle
al ave ausente,
háblame del tiempo
que difuminó tús párpados amargos,
háblame del viento
que sembró dulzura en tus labios.
Háblame.
Lo que desgastó el dolor
de aquel pétalo en tus dedos
es ya solo una gota
con la fuerza de un salvaje
y la ternura de un amante.
Déjala fluir
con la lluvia cristalina
del atardecer.
No hay cementerio
en esa playa
de arena y nácar.
Solo quedan tus suspiros
y una voz que no te atrapa.
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