Siempre leía en el tren. Por muy pesado que fuera el libro, siempre la acompañaba. Daba igual que estuviera sentada o de pie, que un ejército de cotorras invadiese el vagón o que el cansancio dominara su cuerpo, todos los días y sin excepción pasaba las páginas de algún volumen que la hacía viajar más allá de su propia vida.
Esa mañana ocupó el mismo asiento que venía tomando en los últimos años. El silencio del vagón era relativamente aceptable y una historia mucho más que intrigante la aguardaba en el bolso. Sin embargo, encendió el mp3 y se concedió el capricho de ir escuchando música.
Las canciones se iban sucediendo según sus propias emociones daban bandazos confusos. Para cuando quiso llegar a su parada todo estaba claro.
Al bajar en la estación se acercó a una papelera. Sacó una nota de su bolsillo y la hizo pedazos. La observó en su mano antes de desprenderse de ella. Durante un largo tiempo había sido su marcapáginas.
Suspiró, sonrió y se fue a sentar a un banco. Sacó el libro y acarició su lomo con delicadeza. La gente pasaba a su lado observando el temblor de sus manos. Lo abrió y quedó atrapada por más de media hora en la primera página, con la dedicatoria.
Lo cerró, y al ritmo de una melodía inconclusa que sacudía su cabeza, repitió las frases de aquella dedicatoria que eran el viaje de su propia vida.
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