domingo, 3 de febrero de 2019

La verja

Habían pasado casi dos años desde que cerrase aquella verja. No había regresado desde entonces y era consciente de que las inclemencias del tiempo debían haber dejado su huella. Sin embargo, de ninguna manera esperaba encontrármelo así.

Fue una tarde de invierno, fría y con avisos por fuertes rachas de viento aunque el sol reinaba en el paisaje. Ni siquiera sabía el por qué de mis ansias por regresar a un lugar del que solo recordaba dolor.

Aparqué el coche donde siempre lo había hecho. La diferencia había estado en los escasos cuarenta y cinco minutos de viaje. Masqué mi silencio y respiré con dificultad sintiéndome pesada y torpe. Nada que ver con la libertad que había experimentado años atrás.

Saqué de la guantera un cigarro, lo prendí y bajé la ventanilla. Lo sostuve en mi mano izquierda y aguardé a que se consumiera. Me encontraba paralizada y no le di ni una calada. Lancé la colilla y subí la ventana. Estuve tentada de arrancar el coche y volver a casa obviando aquella última hora, pero no pude. Lo vi cruzar la calle, cabizbajo. Estaba mucho más pálido y delgado que la última vez que nos vimos. Confié en que no me hubiera visto. Me habían comentado que se había vuelto a casa de su madre, al otro lado del pueblo, pero no me imaginé que paseara junto a lo que había sido nuestro hogar. Quise correr hasta él, abrazarle y convencerle de que todo podía volver a ser como antes. Sin pestañear, lo vi alejarse, encorvado pese a su juventud. Nada sería igual porque nosotros no éramos los mismos.

Aún esperé un rato más, agonizando por una vida que ya no lo era y que me había encargado de sepultar con tanto esfuerzo. ¡No! Me negaba a volver a arrastrarme en mi propia inmundicia.

Salí del coche dispuesta a acabar con aquella cobardía de una vez por todas. Eran ya muchos meses los que llevaba en venta la propiedad. Desde la inmoviliaria me comentaban que atraía a numerosos compradores pero que al llegar allí su ilusión desaparecía de forma inexplicable. Y mientras, por más que lo negara, su recuerdo me seguía consumiendo.

A la fachada principal le hacía falta una mano de pintura. La ventana de la cocina se había roto pero alguien se había ocupado de colocar unas maderas para que no se dañara el interior. Él no había sido, estaba convencida. Sabía que si pudiera mirar el interior aún encontraría los platos tirados por el suelo junto a la chimenea, donde las cenizas recordarían un fuego extinguido.

Acaricié la piedra con la mano derecha y fui recorriendo el muro hasta llegar al jardín. Allí sí que había crecido la vida, enmarañada, confusa; un caos inocente que desprendía luz. Incluso así, era perfecto. Alargué mi brazo queriendo tocar aquella pureza. La verja me lo impidió.

Me revolví enfadada, indignada por haber colocado el candado y perdido la llave. Nos recordé plantando rosas, luchando contra una manguera por la que salía agua por todos lados menos por donde debiera, dejánadoles migas de pan a los pájaros,... Nos ví allí, felices en un orden perfectamente dominado por la incomunicación. Y me derrumbé.

Los cimientos que creía tan bién colocados bajo la voz de la valentía y el raciocinio fueron cayendo según las lágrimas recorrían mi rostro. No me había permitido llorar desde aquel día, por orgullo, por prejuicios, yo qué sé, pero después de veinte minutos en que mi cuerpo se mecía por los temblores del olvido, retorné a una serenidad que jamás había experimentado.

Me apoyé en la verja dispuesta a aceptar de una vez por todas aquella situación. Para mi sorpresa el candado cedió. Me puse en pie lentamente disfrutando una vez más de lo que aquel patio había sido. Respiré hondo y di un paso. Después otro y otro más. Sentí las ramas enredarse entre mis piernas. Sonreí. ¡Qué hermosa era la naturaleza en su máxima expresión!

Entonces sentí su mano sobre mi hombro. Fuerte, decidida. Me giré. Nos contemplamos en silencio. Creo que fue en ese instante cuando nuestras miradas hablaron por primera vez. Ya no había amor pero quedaba un profundo pozo sobre el que quizá pudiéramos aún construir una amistad.

Nos abrazamos con ternura respirándonos la piel. ¿Y si solo bajo aquella distancia podíamos existir? Quizá solo eran esas riendas las que pudieran controlar nuestra relación. Quizá jugamos con un exceso de normas. Quizá es que no deberíamos pensarnos tanto sino simplemente hablar y amar.

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