El viento sacudía los árboles con tanta furia que pocas eran las hojas que resistían el envite. En los telediarios hablaban de la llegada de un huracán pero ella se plantó en mitad de la playa un día más. Después de tres años seguía confiando en que cualquier mañana vería su vela volviendo a ondear en el horizonte.
Tres cuervos negros se posaron a escasos metros de ella que, inmóvil, desafiaba al resfriado que terminaría por recibir de seguir permitiendo que la lluvia calara sus huesos. La trenza que con tanto cariño había peinada un par de horas antes, era ahora ya una maraña de cabellos que parecían no haber estado nunca en sintonía.
Tardó varios minutos en percibir cómo las lágrimas cubrían su rostro. Era la primera vez que sucedía desde que aquella mañana en el puerto les viera marchar convencidos de su éxito. Dos de los cuervos alzaron el vuelo y comenzaron a atacarse sin previo aviso. La tercera criatura negra se elevó en el aire y se alejó hacia un océano que traía nubes aún más oscuras.
Ella volvió la mriada a la ciudad. No la recordaba tan majestuosa aún cuando la lluvia difuminaba el horizonte. Dejó el mar a su espalda y caminó sin rumbo. A lo lejos aún podía escuchar el graznido de los cuervos, envueltos en su propia contienda y sin apreciar su ausencia.

Hacía mucho que no se perdía en aquella mole de asfalto. Tiempo atrás había tenido que patearse cada rincón de la urbe a causa de su trabajo, y ahora encontraba monumentos que jamás hubiera pensado pertenecían al mismo lugar en que vivía.
Se detuvo junto a un jardín, uno de los pocos que aún no había destrozado el huracán. Se sentó en un banco y secó su rostro. Poco después, un cuervo se posó en el césped y el viento comenzó a amainar lentamente.