Aunque fuera la más evidente de las mentiras, Lucía no se daría cuenta. No es que no lo pensara, que no le concediera importancia a la distancia, a fin de cuentas era algo temporal. Era más fácil pintar de colorines el cielo que descubrir el barro sobre el que se sustentaba.

Tanteó con sus manos el sillón anaranjado que recordaba estridente bajo la cuidada decoración que había elegido su madre. Curvó ligeramente los labios al recordar su expresión cuando él colocó aquel pedacito de su extravagancia. Ahora había perdido ya su color y el paso de los años lo estaban convirtiendo en una antigualla sin rastro de su esplendor, como el dorado del cabello de la muchacha que iba pereciendo bajo las canas.
Lucía se sentó con cuidado y comenzó a acariciar su pronunciada tripa. Su piel también recibía el silencio atronador de aquella casa que se iba derrumbando sin que ella fuera consciente.
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