Una bocanada de aire hubiera sido suficiente para llegar a la orilla. Una última exhalación que escupiera la sal de la tierra. Lo llamarían mala suerte, tentar a la providencia divina. Nadie mencionaría la ausencia y todos cenarían con la mentira. Cuando no quedasen silencios por matar, la lluvia transferiría su puesto al abandono.

El océano seguiría engullendo sus cuerpos a la espera de las consecuencias de su empacho.
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