Era un día de verano, de esos en que las moscas revolotean en torno a las piernas y se dibujan marcas de sudor en las camisetas de todo aquel que haga algo más que pestañear.
La niña de ojos saltones y vestido embarrado les contaba a los insectos que esperaba que por su cumpleaños la regalaran una bici nueva. Quería ir a las eras y tirarse por la cuesta más larga para demostrarle a sus amigos que los mejores frenos seguirían sido las deportivas.
Los campos de trigo que rodeaban la propiedad familiar habían sido testigos del discurrir de los amores y las tradiciones. Los muros subsistían a duras penas pese a las travesuras de niños y mayores.
Elisa miraba el cielo imaginando cómo las nubes se transformaban en las siluetas de monstruos y seres mágicos que aun existían en su mirada inocente.
La chiquilla de piel curtida por el aire de la montaña aguardaba impaciente la hora de ir a bañarse al río y saludar a las vacas de la granja del vecino.
Las camas parecían multiplicarse cuando llegaba aquella época del año y, aún así, siempre seguía quedando hueco para una silla más en la comida. Las risas se mezclaban con los brindis en las largas sobremesas que se podían escuchar en la calle a través de las puertas abiertas.
Elisa impregnaba su piel con olor a jazmín y presumía de sus moratones asegurando haber salido vencedora contra el suelo, el pino y el mastín que quería comerse su piruleta.La muchacha de cabellos enmarañados jugaba a que sus manos se convertían en cámara fotográfica y almacenaba aquellos momentos con la certeza de que, por muy lejos que estuviera, siempre podría volver a ellos, coger fuerza para cambiar el carrete y crear otros nuevos.