jueves, 31 de diciembre de 2020

Más allá

Era un día de verano, de esos en que las moscas revolotean en torno a las piernas y se dibujan marcas de sudor en las camisetas de todo aquel que haga algo más que pestañear.

Elisa chupeteaba un helado mientras jugaba con las hormigas bajo el manzano. Los adultos dormitaban en las frescas habitaciones de la casa de piedra y los abuelos intentaban seguir la telenovela pero daban también algún cabezazo.

La niña de ojos saltones y vestido embarrado les contaba a los insectos que esperaba que por su cumpleaños la regalaran una bici nueva. Quería ir a las eras y tirarse por la cuesta más larga para demostrarle a sus amigos que los mejores frenos seguirían sido las deportivas.

Los campos de trigo que rodeaban la propiedad familiar habían sido testigos del discurrir de los amores y las tradiciones. Los muros subsistían a duras penas pese a las travesuras de niños y mayores.

Elisa miraba el cielo imaginando cómo las nubes se transformaban en las siluetas de monstruos y seres mágicos que aun existían en su mirada inocente.

La chiquilla de piel curtida por el aire de la montaña aguardaba impaciente la hora de ir a bañarse al río y saludar a las vacas de la granja del vecino.

Las camas parecían multiplicarse cuando llegaba aquella época del año y, aún así, siempre seguía quedando hueco para una silla más en la comida. Las risas se mezclaban con los brindis en las largas sobremesas que se podían escuchar en la calle a través de las puertas abiertas.

Elisa impregnaba su piel con olor a jazmín y presumía de sus moratones asegurando haber salido vencedora contra el suelo, el pino y el mastín que quería comerse su piruleta.

La muchacha de cabellos enmarañados jugaba a que sus manos se convertían en cámara fotográfica y almacenaba aquellos momentos con la certeza de que, por muy lejos que estuviera, siempre podría volver a ellos, coger fuerza para cambiar el carrete y crear otros nuevos.

domingo, 27 de diciembre de 2020

La niña de la profecia

Había perdido la cuenta. Bien podía haber pasado quince, veinte o treinta días caminando. El viento soplaba gélido y sus pies tropezaban cada vez con más frecuencia. Sostenía un saquito en la mano izquierda y un mapa en la derecha. Las indicaciones eran claras y así se lo habían hecho saber desde la infancia, cuando todos sabían su destino menos él mismo.

El viaje estaba siendo más largo de lo previsto y el tiempo se agotaba. La sangre seca se había convertido en el estampado de sus ropajes, que ahora, ya raídos, de poco le estaban sirviendo más que para engancharse entre las ramas. Su rostro acumulaba el cansancio de noches a la intemperie sin poder detenerse ante la amenaza de unos gritos que se aproximaban demasiado rápido.

Suspiró y levantó la vista del mapa. Era ahí. Sus rodillas temblaron y las piernas cedieron. Lloró de emoción buscando con la mirada entre los árboles a la niña de la profecía. Apenas un claro de césped marchito. Lo comprobó de nuevo: los montes a la izquierda, el amanecer de frente y el pueblo de la iglesia morada a la derecha. Él mismo estaba sobre la cruz y sin embargo...

Se puso en pie de un salto. Los gritos parecían estar tan cerca que casi podía sentir el olor de su aliento. Trepó al árbol más alto y se mimetizó con las hojas del otoño. Para aquellas criaturas no había escondite válido, pero detuvo su respiración confiando ciegamente en la leyenda: él debía encontrarla.

Llegaron al claro. Enseguida se fijaron en el árbol en que él estaba, pero siguieron trotando hacia el pueblo, dejando un rastro de babas por donde pasaban.

No lo entendía, pero no había tiempo que perder. Apretó el saquito en su mano izquierda y empezó a sentir cómo sus dedos entraban en calor. La norma era clara: solo ella podría ver su contenido, pero miro, y no pasó nada. Sin embargo, al apartar la mirada, una energizante emoción recorría sus venas.

Bajó del árbol y echó un último vistazo al claro. Dejó el mapa bajo unas piedras y observó cómo las directrices se borraban. El papel se transformó en hojas secas confundiéndose con las del entorno. Nunca había visto nada parecido pese a venir de donde venía.

Siguió andando. No tenía claro a dónde iba. A veces se detenía y contemplaba el paisaje. A veces retrocedía sobre sus pasos. A veces escuchaba los gritos y sentía miedo.

Fue cerca del anochecer cuando divisó aquella casa. Supo que había llegado. El saquito irradió por varios segundos una luz plateada. A él no le hizo falta aquella confirmación.

La casa estaba habitada por un joven leñador que le invitó amablemente a resguardarse del frío de la noche en su casa.

Aún pasaron varios años antes de que conociera a la niña de la profecía, a su primera hija. No todo estaba escrito.

domingo, 20 de diciembre de 2020

Su mundo mágico

Le decía a su madre que se iba a buscar hadas al bosque. Manuel era un niño inteligente, de los más aventajados de su clase, le gustaba el tenis aunque se le daba mejor el baloncesto. Estaba siempre dispuesto a echar una mano en casa, lo que fuera. Pero le perdía esa imaginación suya tan fantasiosa.

Nada más acabar los deberes corría a rebozarse en el barro. A veces volvía echo una fiera porque los trols habían atacado una aldea de elfos y él no había logrado repeler el ataque. Se frustraba más que cualquier otro día y se quedaba hasta tarde con la linterna debajo de la cama preparando una nueva emboscada.

Un día volvió muy preocupado porque había visto un ciervo. Su madre se rio y siguió preparando la ensalada. El chaval estaba acostumbrado a su presencia y le encantaban las berreas. No dijo ni una sola palabra durante la cena y se fue directamente a dormir, sin linternas ni cuentos de por medio.

Al día siguiente fingió estar enfermo. Fingió y no se esforzó en ocultarlo. Fingió y su madre tampoco se esforzó en comprobarlo. Le conocía y confiaba en él.

Manuel miraba los árboles a través de la ventana y apretaba los dientes casi sin darse cuenta.

Pasaron tres días. El invierno empezaba a acechar en las montañas y la niebla era cada vez más frecuente en el valle. Aquella mañana de sábado, el joven se levantó con profundas ojeras y se despidió de su madre con un afecto que no había mostrado nunca antes.

Dijo que se iba a buscar hadas al bosque. Y nunca volvió.

viernes, 18 de diciembre de 2020

Allá donde te perdimos

Es como una cuchilla que se hunde lentamente en la piel, que desgarra cada músculo sin siquiera ejercer fuerza. Nos hablas del mar pero nunca has salido de la selva. A veces te llega el rumor de las olas, y es un grito doloroso que no imaginas en calma. Como tú ahora.

¿Por qué sangra tu rostro si la bala no te ha rozado? ¿Por qué arañan tus dedos si ya no tienes uñas? ¿Por qué tus palabras se clavan en mis tímpanos si no has empezado a hablar?

Si tan solo pudiera entenderlo... No ha pasado tanto tiempo y apenas has crecido. ¿Qué es eso que hay en tu mirada? Si nunca usaste maquillaje, ¿cómo puede ser que no llevaras una máscara hasta ahora? No te reconozco. No sé quién ha robado la luz de tus ojos, pero se merece toda la agonía que ha depositado en ellos.

Ya solo permites que el hielo te acompañe en tu vigilia. ¿Cómo haces para que tu dolor sea un rio de lava al que nadie quiera acercarse pero en el que nos tienes atrapados? ¿Cómo puede ser que nos arrastres a un abismo tan oscuro que pareciera no haber existido jamás vida? ¿Es que a nadie le importa que hayan asesinado a la niña que eras?

Si no puedo acercarme a ti, deja que te diga algo: conservo el poder de la felicidad en tus labios guardado en el mejor de los rincones que habitan mis recuerdos. Si quieres puedo prestártelo.

domingo, 6 de diciembre de 2020

Eliminado

Encontré su diario mucho tiempo después de que se hubiera marchado. No fue intencionado, limpiaba el polvo y se cayó. Lo devolví a la estantería y continué a lo mío. Por la noche ya ni me acordaba del cuaderno.

Fue tres días después, coincidiendo con el aniversario. No me di cuenta hasta la hora de comer y porque en el telediario repitieron un par de veces la fecha. Quiero decir, no es que la haya olvidado... es diferente.

En la portada había pintado una muñeca con vestido de fiesta montada en un coche deportivo. Sus iniciales se repetían abajo formando la carretera y arriba como globos de colorines. No me atreví a abrirlo. No aún. La persiana estaba levantada y la gente tomaba el sol en la calle.

Me fui a hacer la compra, estuve en yoga e incluso me dio tiempo a preparar unas croquetas con la carne del cocido del domingo. Cenamos, llamé al niño y vimos el debate en la tele, como cualquier otro día, vamos, pero ahí que seguía pensando en el diario.

Lo leí una vez cuando llevaba un par de páginas. Me lo dio ella. Ni tenía interés ni había insistido en ello, simplemente estábamos en el salón, ella escribía y la pregunté que qué hacía. Ella quiso que lo leyera. La verdad es que no le veía mucho sentido a eso de contarle tu vida a un trozo de papel que va a acabar en la basura, pero oye, mira, que si la niña estaba entretenida y le gustaba, qué le iba a decir yo, desde luego que no hacía nada malo.

Ya me había acostado, pero casi las tres de la mañana y seguía vueltas en la cama. Me levanté a buscar un yogur. A veces funcionaba. Y pasé delante de su habitación. Fui en automático, casi sin saber lo que buscaban mis manos. De pronto estaba yo a oscuras en medio de la habitación abriendo su diario.

Me senté junto a la ventana, con la espalda pegada en la pared, y comencé a pasar páginas bajo la luz de las farolas de la calle. Me reí mucho... tenía una forma irónica de contar el día a día que me hizo mucha gracia. Me recordé regañándola, prepararando juntas la mochila para piscina, abriendo su regalo del Día de la Madre, persiguiéndola por toda la casa porque ya me había vuelto a quitar el pintalabios, castigándola por haber vuelto a llegar tarde, cocinando juntas esa tarta de chocolate que la volvía loca,... y de pronto no hubo nada. No, es que literalmente había arrancado las hojas. Dos páginas en blanco y un hueco en medio. Del 23 de octubre al 15 de enero.

A veces estaba dos... cuatro días... o incluso una semana sin escribir... pero estabamos hablando de casi tres meses cuyo testimonio, además, había sido eliminado.

Hice memoria. No recordé nada relevante. El bautizo del primo, el cumpleaños del vecino, Navidad,... Y eso fue algún año antes de que se fuera.

Seguí leyendo. No había ninguna referencia. Seguía escribiendo de la misma forma que antes. Incluso en las épocas de exámenes había un par de páginas a la semana. Su sentido del humor estaba intacto, pero ¿cómo obviar esas páginas?

Eran las cuatro y media de la mañana cuando revisaba cada milimetro de su cuarto en busca de aquellas páginas... en busca de ella y de la razón de que me hubiera abandonado y no qusiera saber nada más de mí.