domingo, 27 de diciembre de 2020

La niña de la profecia

Había perdido la cuenta. Bien podía haber pasado quince, veinte o treinta días caminando. El viento soplaba gélido y sus pies tropezaban cada vez con más frecuencia. Sostenía un saquito en la mano izquierda y un mapa en la derecha. Las indicaciones eran claras y así se lo habían hecho saber desde la infancia, cuando todos sabían su destino menos él mismo.

El viaje estaba siendo más largo de lo previsto y el tiempo se agotaba. La sangre seca se había convertido en el estampado de sus ropajes, que ahora, ya raídos, de poco le estaban sirviendo más que para engancharse entre las ramas. Su rostro acumulaba el cansancio de noches a la intemperie sin poder detenerse ante la amenaza de unos gritos que se aproximaban demasiado rápido.

Suspiró y levantó la vista del mapa. Era ahí. Sus rodillas temblaron y las piernas cedieron. Lloró de emoción buscando con la mirada entre los árboles a la niña de la profecía. Apenas un claro de césped marchito. Lo comprobó de nuevo: los montes a la izquierda, el amanecer de frente y el pueblo de la iglesia morada a la derecha. Él mismo estaba sobre la cruz y sin embargo...

Se puso en pie de un salto. Los gritos parecían estar tan cerca que casi podía sentir el olor de su aliento. Trepó al árbol más alto y se mimetizó con las hojas del otoño. Para aquellas criaturas no había escondite válido, pero detuvo su respiración confiando ciegamente en la leyenda: él debía encontrarla.

Llegaron al claro. Enseguida se fijaron en el árbol en que él estaba, pero siguieron trotando hacia el pueblo, dejando un rastro de babas por donde pasaban.

No lo entendía, pero no había tiempo que perder. Apretó el saquito en su mano izquierda y empezó a sentir cómo sus dedos entraban en calor. La norma era clara: solo ella podría ver su contenido, pero miro, y no pasó nada. Sin embargo, al apartar la mirada, una energizante emoción recorría sus venas.

Bajó del árbol y echó un último vistazo al claro. Dejó el mapa bajo unas piedras y observó cómo las directrices se borraban. El papel se transformó en hojas secas confundiéndose con las del entorno. Nunca había visto nada parecido pese a venir de donde venía.

Siguió andando. No tenía claro a dónde iba. A veces se detenía y contemplaba el paisaje. A veces retrocedía sobre sus pasos. A veces escuchaba los gritos y sentía miedo.

Fue cerca del anochecer cuando divisó aquella casa. Supo que había llegado. El saquito irradió por varios segundos una luz plateada. A él no le hizo falta aquella confirmación.

La casa estaba habitada por un joven leñador que le invitó amablemente a resguardarse del frío de la noche en su casa.

Aún pasaron varios años antes de que conociera a la niña de la profecía, a su primera hija. No todo estaba escrito.

1 comentario:

  1. Hacia tiempo que no leía algo que me cautivara como lo ha hecho tu texto.
    Si es sólo un relato corto, has cumplido a la perfección. Si es parte de algo más grande, es prometedor.
    Me gusta.

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