Le decía a su madre que se iba a buscar hadas al bosque. Manuel era un niño inteligente, de los más aventajados de su clase, le gustaba el tenis aunque se le daba mejor el baloncesto. Estaba siempre dispuesto a echar una mano en casa, lo que fuera. Pero le perdía esa imaginación suya tan fantasiosa.
Nada más acabar los deberes corría a rebozarse en el barro. A veces volvía echo una fiera porque los trols habían atacado una aldea de elfos y él no había logrado repeler el ataque. Se frustraba más que cualquier otro día y se quedaba hasta tarde con la linterna debajo de la cama preparando una nueva emboscada.
Un día volvió muy preocupado porque había visto un ciervo. Su madre se rio y siguió preparando la ensalada. El chaval estaba acostumbrado a su presencia y le encantaban las berreas. No dijo ni una sola palabra durante la cena y se fue directamente a dormir, sin linternas ni cuentos de por medio.
Al día siguiente fingió estar enfermo. Fingió y no se esforzó en ocultarlo. Fingió y su madre tampoco se esforzó en comprobarlo. Le conocía y confiaba en él.
Manuel miraba los árboles a través de la ventana y apretaba los dientes casi sin darse cuenta.Pasaron tres días. El invierno empezaba a acechar en las montañas y la niebla era cada vez más frecuente en el valle. Aquella mañana de sábado, el joven se levantó con profundas ojeras y se despidió de su madre con un afecto que no había mostrado nunca antes.
Dijo que se iba a buscar hadas al bosque. Y nunca volvió.
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