17-11-2021
Voy por la Carrera de San Jerónimo. Hay una señora con deportivas tocando el violín. Suena fatal. Una mujer se esfuerza por hacerse entender al teléfono: no quiere ir allí el lunes, debería saberlo ya. Pienso que a lo mejor se convierte en la protagonista de algún relato y que tendría que tomar nota si esa es mi verdadera intención, aunque sea en el móvil. Acaba por perder intensidad la idea y la deja marchar. No sé si me arrepentiré. Habría que trabajarla, darle un poco de forma... No, de momento no.
Hay un teatro. La obra no me
suena aunque la interpreta una actriz famosa que esta vez sí reconozco. Me
sorprende que el público no sea prioritariamente octogenario. No, a ver, entiéndeme,
con ese cartel y en un gran teatro es lo normal, lo digo como espectadora
habitual.
Tres cincuentañeras entusiastas
escuchan a una cuarta explicando lo extenso que fueron los dominios de México. Me
quedo con ganas de perseguirlas unas calles y saber si lo que cuenta es el
resultado de dos apuntes mal entendidos o lo explica con conocimiento de
causa. Los maridos van unos metros por detrás, en silencio y con las miradas
perdidas.
El Congreso está iluminado con la
bandera de Francia. Desconozco si hay alguna justificación, pero no encuentro
ni cámaras ni periodistas, así que lo dudo, lo que me genera más curiosidad. Paso
por delante de un hotel caro. Suena música clásica. El botones llama a un taxi
y se sube una pareja que habla en perfecto castellano y parece muy normalita. ¿Qué clase de personas serán en realidad?
Llego a la rotonda de la fuente
de Neptuno. Me sorprende reconocer la estatua aunque si lo pienso con
detenimiento lo entiendo, he pasado cientos de veces por delante en los últimos
meses. Un padre deja a su niña con gorro de lana rosa en el suelo. La pequeña
se tambalea en el sitio. Les dejo atrás y unos pasos más allá escucho al padre
correr detrás de la niña. Me acuerdo de algunas personas. Carpe diem.
Cruzo al paseo arbolado del
centro de la calle. La luna se dibuja por encima del Museo del Prado. Ahora es
un poco más pequeña pero la estampa algo más atractiva bajo mi punto de vista.
Debería visitarlo en diciembre. El museo, digo, en la luna ya estoy con cierta frecuencia. No, debería no, tengo que.
El jardín botánico está iluminado.
Sí, es bonito, sobre todo a nivel de escritura, de imágenes de otros mundos,
pero por encima de todo, me horripila: no creo que sea necesario ni tanto gasto
ni esa contaminación lumínica.
Esperando al semáforo observo a
una chica que hace fotos. Me recuerda a Cecilia, una compañera de la
universidad. Hubiera aprendido mucho de ella. Me pregunto qué será de ella y me
propongo investigar cuando llegue a casa. Estoy convencida de que con su
esfuerzo y constancia habrá conseguido ya alguno de sus sueños. Es como Laura. Me alegro por ella y me pregunto si estará bien.
Paso junto a la churrería y por
alguna conexión extraña me acuerdo de que va siendo hora de comprar las felicitaciones
navideñas. Es solo que quería enviarles antes una postal de Madrid a Lenka y
Ale. A lo mejor la semana que viene, aunque tengo demasiado que contarlas y
debería llamarlas también. Bueno, lo suyo sería hacer una videollamada grupal. Lo
debería proponer pronto. Es solo que… no es lo que era… si algún día lo fue. No
pasa nada. Es el curso natural de la distancia. Pero tengo que escribir en el
grupo.
La estación bulle en su habitual
tránsito de viajeros. Atravieso el torniquete. Voy por la pasarela alternando
la mirada entre los trenes que vienen y van y mis deportivas azuladas por los
pantalones y amarronado por el barro de algún camino que seguro que disfruté.
Bajo las escaleras mecánicas y me
voy al final del andén. Sigue en obras. Creo que ya habían empezado cuando
volví a España hace más de un año. Pienso en los mensajes que tengo pendientes
de responder. Me vienen palabras en inglés y danés aunque son respuestas en
castellano. Entiendo el porqué de la mezcla de idiomas. No siempre lo comprendo.
No siempre quiero entenderlo.
Subo al tren y me voy a la última
ventana a la derecha, para poder ver el cartel de frontera (esa es otra
historia). Al otro lado se sienta una chica con dos maletas. Pienso que esa
hubiera sido yo en alguna otra ciudad europea. Pero ahora ya no y eso está bien
también.
En el siguiente grupo de asientos
hay una familia con un niño y una niña, en torno a 5 y 7 años calculo, pero tampoco se me da muy bien... Enciendo
el libro electrónico aunque mi mirada se pierde más allá del cristal. A ratos
en el reflejo del interior del tren. La niña me mira, se esconde y vuelve a
mirarme. Se rie. Su padre me observa y la regaña. Releo el mismo párrafo.
Pienso en Glass, la escucho
mentalmente mientras me planteo si empezar a
redactar esto en la tablet. No. Sé bien cuántos documentos se han quedado ahí y
llevan años encerrados. Prefiero revivir el viaje esta noche. Me decido a que
no habrá excusas que lo impidan.
La niña me mira de nuevo. Escucho
varias canciones en mi cabeza. Es que he descubierto un par de grupos y
cantantes independientes hace poco. Sus letras hablan de la vida, de vivir
intensamente y recordar. Me veo en un banco tomando el sol esta mañana. Me veo
haciendo fotos en la rosaleda. Pasa la frontera y decido cerrar el libro. Mira
que es interesante, pero no es el momento. Hay una herida que también se está
cerrando.