Aparcas un par de manzanas más allá. Esperas. No sabes muy bien qué pero te quedas inmóvil. Observas la gente pasar y analizas su rostro. Quieres reconocerlos, una cara familiar que te transporte a tus tiernos días de infancia. Simplemente no sucede. No le das importancia. Sabes que la mayoría se mudó. Es lo normal.
Llevas la mano a la puerta y, antes de bajar la manecilla, te miras en el espejo retrovisor. Dudas que sea buena idea. Acabas por convencerte de que nada a cambiado. Si acaso ahora tu pelo luce mejor y no con aquellas greñas de la adolescencia. Sales. Cierras el coche y guardas la llave en el bolsillo izquierdo de tu pantalón. De pronto es como que te sientes vivo por primera vez en mucho tiempo. Notas la adrenalina recorrer tus venas.
Caminas despacio respirando lo que crees el aire más puro que ha entrado jamás en tus pulmones. Sabes que es mentira porque allí antes estaba prohibido el acceso de coches y ahora hay dos parkings solo en el centro. Compruebas la hora en el móvil. Sabes que no vas a llegar tarde pero tampoco te gustaría ser de los primeros. Ves la notificación de doscientos cuarenta y un mensajes nuevos en el chat del grupo. La ignoras. También ves que ella te ha escrito. Te gustaría no haber visto ese mensaje pero ya es tarde y no puedes ignorar sus palabras. Respondes de forma escueta pero cariñosa y añades un par de emoticonos que en realidad vuelven confusas tus palabras.
Llegas a la portilla. Escuchas el griterío en el jardín de atrás. Sonríes. Casi puedes verte por allí con manguitos preparándote para una de vuestras míticas guerras de agua. Alguien te agarra efusivamente por el cuello. Saludas tratando de recuperar la respiración. Entras. En realidad te ves arrastrado. Abrazas a tus tías, comentas con tus tíos lo rápido que ha pasado el tiempo, te reencuentras con tus primos, se te mezclan los nombres de sus parejas y sigues saludando a unos y otros aunque no sepas muy bien qué hacen allí. Evitas que tu mirada se pose en otros ojos y en cuanto tienes la mínima oportunidad, huyes escaleras arriba.
Ignoras el horrendo mantel del aparador al principio del pasillo pero te aseguras de que el cuadro de los tatarabuelos sigue en su sitio. Te da tanto miedo como siempre. Eso te alegra. Vas directo al que fuera tu cuarto. Aún siguen en la pared las marcas de tus pósteres y en el alféizar de la ventana aún se aprecian las letras que grabaste aquel día de otoño. Las acaricias asqueado.
Abres el armario y sacas el tercer cajón, metes la mano hasta el fondo y, con máxima delicadeza, sacas un pañuela de tela que algún día fue blanco. Lo abres. Hay varias flores secas. Tu rostro parece inexpresivo. Esperas encontrarlas. Obviamente ellos no lo iban a tocar. Tu mirada sí que ha cambiado. Solo un instante. Lo devuelves a su escondite evitando hacer ruido, no porque temas ser descubierto sino porque consideras ese silencio una muestra más de la indeferencia.
Bajo la cama siguen tus alpargatas. Te las pruebas. Te aprietan bastante. En realidad nunca las llegaste a utilizar. Te parecían incómodas aunque no habías probado a andar con ellas. Las compraste tú. No fue un capricho. Tenía sentido. Entonces todo tenía sentido. Las devuelves a donde estaban.
Pasas la noche entre conversaciones superfluas y algún que otro momento emotivo. Bebes. Sabes que te estás pasando. Tomas algún canapé y te atiborras a pistachos porque en esa casa siempre hubo miedo a que os atragantárais con los frutos secos y estaban prohibidos. Bailas, ni al ritmo de la música ni por gusto, pero bailas. También berreas alguna canción.
Cuando el amanecer comienza a iluminar el horizonte, sales al porche. Te enternece erecordar cuántas veces le pedíais deseos a las estrellas fugaces. Te sientas en el césped. Solo. Ahí donde solíais acumular las hojas en otoño como lo que parecía un gesto amable por colaborar en el cuidado del jardín, pero que en realidad era la montaña bajo la que os escondíais para asustar a los mayores. En silencio. Ahí donde daba igual el barro y la humedad. Te levantas. Solo y en silencio.