El bosque se ha callado, ¿te has dado cuenta? Casi parece que el viento ha dejado de agitar las hojas para nosotros, para que seamos conscientes de que nos estamos chillando. Pero da igual, porque no nos escuchamos. Solo nos falta suplicarle a los pájaros que vuelvan a piar, por si su arrullo fuera capaz de mediar en nuestra discusión.
Vamos a esperar a que caiga la noche. ¿Me lo prometes? No nos moveremos de aquí hasta solucionarlo. El frío nos hará entrar en razón. El primero que deje de sentir las manos será quien ceda. El otro le abrazará y quizá incluso haya un beso apasionado. Llegaremos a un acuerdo, como cuando estuvimos en la playa. O aquella otra vez en la montaña. La próxima vez soy yo quien elige el destino. Estoy dudando entre el desierto y la consulta de un psicólogo. Si lo dijera ahora mismo en voz alta, me prestarías atención. No lo haré.
Quiero que lo arreglemos. ¿Estamos juntos en esto, no? Aunque sea para un rato más. Quizá cuando cumpla los cincuenta sea el momento de un gran giro. Entonces nos podremos separar. Antes no. Dirás que soy una egoísta, pero en secreto lo agradecerás. Tú también sabes ser egoísta aunque yo nunca te lo reproche, porque envidio tu lista de prioridades, que seas capaz de concederte tu tiempo y tu espacio, que sepas respirar bajo el agua. Yo no sé. Creo que me has intentado enseñar y no te he dejado.
Desde aquí no se pueden ver las estrellas fugaces. ¿Aún les pides deseos? Yo nunca creí en la magia, pero es bonito. Me gusta verlas. Si supiera que un solo deseo se va a cumplir, pediría echarte de menos. Porque entonces los dos estaríamos lejos aunque siguiéramos viviendo en la misma ciudad. Nos esforzaríamos de verdad en pasar página. O en arrancarla. O en no hacerlo y regresar al primer párrafo para comprender de qué iba todo esto.
Tengo sed y pronto va a amanecer. ¿Podemos volver ya a casa? Cuando lleguemos al coche podrás ver las estrellas. En el valle todo está en calma.
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