Reventar el silencio a palazos, hacer de cada susurro un puñal que se afila desgarrando la piel, pellizcar sobre la herida y hurgar en la sangre. Disparar una bala que nunca llega y siempre impacta en el centro de la diana. Fingir que el caudal del río no se desborda y que la falta de oxígeno conduce por error al ahogamiento, o que la tierra agradece la sequía porque el veneno puede gangrenar con más eficacia.
Devorar la soledad en cada cuneta y plantar una amapola que sea la cruz del tesoro. Amortajar las palabras previamente enterradas y condenarlas de nuevo a la hoguera, dejar que las llamas cubran cada miseria y empañen cada esperanza. Clavar la aguja donde el dolor invalide los nervios. Arrancar con los dientes el último aliento y después dejar que se infecte hasta evidenciar que la vida fue otra cosa.
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