Los colores superan la situación de equilibrio y no solo no admiten más sustancia que disolver sino que se han vuelto irreconocibles. Son manchas que revolotean en torno a la hoguera, suben por la chimenea y se diluyen en la niebla.
Las luces parpadean conjurando nuevas formas de llamar la atención y plantar una estaca entre los párpados y la córnea. Son una sucesión de ondas como espadas que atraviesan el iris aliadas con las partículas que bombardean la retina.
El ejambre de ruidos se aproxima al tímpano y sostiene su vibrato. Son canciones que huyen de su melodía y no quieren un refugio sino escabullirse de la trinchera para llegar antes a la conclusión, sea cual sea.
Los sabores abrasan las papilas gustativas y derraman sobre el esófago cada gota de bilis que aspira a ser vomitada. Son reacciones químicas que apuestan por recuperar la energía desprendida y utilizarla para dejar sus huellas sobre la superficie de la luna.
Los perfumes se adhieren a la espalda para no ser alcanzados y emiten risas malvadas que confunden a las sombras. Son los alfileres perdidos entre los cojines del sofá y encontrados entre las plaquetas y los glóbulos rojos que recorren las venas de las extremidades superiores.
Las voces se sublevan a los mensajes ignorados y arremeten contra las promesas en avanzado estado de descomposición. Son los alegatos que residen en los alvéolos y pugnan por la exhalación decisiva.
Los impulsos nerviosos pierden el tren por una milésima de segundo y se preguntan si el entrenamiento para la maratón está siendo insuficiente. Son las cadenas que crecen al pie de la montaña y estorban a la escarcha.
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