miércoles, 25 de diciembre de 2024

El cuerpo 3/4

Regresa a la parte 2

Abres la boca para proferir un alarido de auxilio. No lo haces. Acabas de ser consciente de que has dejado tus huellas en las sábanas. Y con eso ya te pueden acusar. Y mandar a la cárcel. Y dejar que te pudras en una celda sin posibilidad de reinserción. Y permitir que la prensa te convierta en un ser todavía más maquiavélico. Y acabar por confesar que robabas grapadoras en la clase de 5ºA. Quizá incluso intenten acusarte de algún otro asesinato para el que no tienen un sospechoso claro. No hay sangre pero fuiste tú quien se ocupó de la comida. Pudiste envenenarlo. Un poco de droga en su plato y listo. La analítica te inculpará. A ti. Solamente. Y a nadie más. Aunque sepas que no has sido. Aunque empieces a dudarlo.

Hiperventilas. Te das cuenta de que estás emitiendo nuevas partículas que sumarse a la lista de pruebas. Tratas de controlar tu respiración. Lo vas consiguiendo poco a poco. Tienes que salir de ahí. Como sea. Cuanto antes.

Recuperas tu mochila. No puedes ponérselo tan fácil. Le observas una vez más sobre la cama. Aprietas los dientes. Te acabas de cargar todo tu futuro. Por su culpa. Te diriges con paso firme hacia la puerta. Te detienes. Pones los ojos en blanco. La habitación está en el vestíbulo en el que precisamente se está celebrando una charla sobre el impacto en el transporte en autobús de la transformación digital y energética. Si sales por ahí te verán todos los invitados. Y los conferenciantes. Y los de la organización. Y puede que incluso algún cámara. Y un intérprete de lengua de signos porque ahora la accesibilidad está de moda. Aunque no sea real. Serán, todos ellos, aunque no sean tantos, los testigos perfectos. No puedes ponérselo tan fácil.

Te acercas a la ventana. Es un primero. Sientes vértigo. Salir de ahí. Como sea. Cuanto antes. Vamos, puedes hacerlo. ¡Tienes que hacerlo! En el pueblo te escapabas también desde un primer piso. Entonces llevabas una botella de alcohol en cada mano y ropa poco adecuada para esas frías noches de verano. Vamos, puedes hacerlo. Colocas la mano izquierda sobre la manecilla y la giras con determinación. La abres del todo. Corre una suave brisa. Un mechón de pelo sujeto tras la oreja se desliza hasta tu ojo derecho. Lo apartas con violencia. Te inclinas. Buscas puntos de apoyo. Recuerdas cuánto odiabas los rocódromos de los parques infantiles.

Escuchas su voz. Tu mente colapsa. Reconoces su risa estridente. Unos metros más allá. Junto al limonero del jardín. Es un punto difuso que agita la mano saludándote. Sigue hablando pero tu cerebro no es capaz de identificar ni una sola palabra. Asientes con la cabeza como un autómata. Tu querida tía Margarita que te ha conseguido tu primer curro, va a ser también decisiva para que acabes en el trullo.

Próximamente continúa con la parte 4

sábado, 21 de diciembre de 2024

El cuerpo 2/4

Regresa a la parte 1

Dirías que no hay sangre. O sea, sigues viéndolo todo como en una nebulosa pero piensas que algo así sería igualmente captado por tus miopes ojos. ¿No?

¿Qué te preocupa? ¿La sangre? Ni siquiera cuando te abriste la cabeza al caer de la bici te impresionó. No llevabas casco y sigues sin querer ponértelo ¿Entonces? Sabes que, de haberla, no sería porque tú le hubieras acuchillado. Porque piensas que le han podido asesinar. Que a lo mejor en esa habitación hay algo que no debieras ver y solo por el hecho de haber entrado te conviertes en la siguiente víctima. O se ha podido suicidar. Esas cosas también pasan en la vida real aunque nadie quiera hablar de ello.

Las manos te tiemblan pero determinas ser valiente por unos segundos. En un movimiento rápido, retiras las sábanas. Cierras los ojos. Te convences de que tendrá un corte profundo y le habrán extraído las vísceras. Piensas en la posibilidad de encontrarte en medio de un caso de tráfico de órganos. Antes de llegar a horrorizarte, se te ocurre que a lo mejor han dejado algún órgano por fuera y que con el paso de las horas ahora estará medio disecado. Quizá incluso seas capaz de identificar de cuál se trata porque biología siempre se te ha dado bien. Eso te motiva y te asusta a partes iguales. Lengua y Literatura, en cambio, nunca han sido tu fuerte pese a que tu abuela siempre dice que eres un cuentista.

Te das cuenta de que no huele a muerto. Reconoces en el ambiente tu propio perfume mezclándose con el pedo que te acabas de cascar. Piensas que estás podrido por dentro y que a lo mejor eres tú quien se está muriendo. Decides que así es como debe oler el miedo. Te aventuras a abrir los ojos.

Su cuerpo reposa sobre la cama sin signos evidentes de muerte violenta. Tiene los dedos entrelazados sobre el pecho. Vuelves a pensar en el velatorio. Pero muy brevemente. Porque lleva un pijama de, lo que intuyes, tiernos ositos que chocan con la imagen de persona seria que te habías creado. Te planteas la posibilidad de que le haya dado un infarto: la consecuencia de una terrible y silenciosa enfermedad de herencia genética.

Si fueres creyente, te santiguarías. Desde luego que si tu abuela estuviera allí, lo habrías hecho. Pero en lugar de eso, le miras a la cara por primera vez. Cuando has entrado en la habitación y has sospechado lo que podría estar pasando, por supuesto que no te has atrevido. Sigues viendo borroso pero dirías que su expresión es plácida. Al menos es como te gustaría acabar tus días.

Sus ojos están cerrados. Piensas que te estás volviendo loco y que tu abuela tiene razón: eres un cuentista. A ti eso siempre te sienta fatal. Te cabrea aunque no se lo demuestres porque precisamente es tu abuela. Y la quieres y no te gusta llevarle la contraria.

Escuchas con atención. Buscas en el silencio un ronquido que sabes que no vas a encontrar. Tragas saliva. En ese instante en que tus oídos prestaban atención al líquido viscoso que se desplazaba hacia tu garganta, el hombre debió emitir ese ruido bronco que confirmaba su vida. Seguro que te lo has perdido y ahora la incertidumbre tiene todo el poder para seguir devorándote. Te maldices. Tienes una corazonada que te insiste en que ese cuerpo no puede estar simplemente durmiendo.

Continúa en la parte 3

martes, 17 de diciembre de 2024

El cuerpo - 1/4

Lo ves todo borroso pero identificas un cuerpo sobre la cama. Está tumbado hacia arriba. No reconoces si es hombre o mujer, pero sabes que si se ha alojado allí es porque debe tener mucha pasta. Das un paso hacia delante y te fijas en las sábanas verde pistacho que cubren el cuerpo hasta la barbilla. Bajas la cabeza. Quieres disculparte por haberle despertado, tú solo buscabas el baño. Ha sido tu primer día de trabajo y no te has atrevido a moverte de la cocina en las seis horas que ha durado tu jornada. Te convences de que debes disculparte. Quizá incluso le des pena y te deje utilizar su retrete.

Lo intentas una vez. Tu garganta está más seca que la mojama que has estado media hora emplatando. Lo vuelves a intentar. De tu boca solo escapa el aliento. Te sientes ridículo. No puedes hablar. No puedes moverte. Escuchas el latido de tu corazón. La habitación está en silencio. Levantas la cabeza. El cuerpo tampoco se mueve. Dirías que no respira, que está muerto. No ayuda ser incapaz de enfocar ningún objeto.

Rebuscas tus gafas en la mochila. No las encuentras. Juras haber metido la funda allí dentro antes de despedirte. Piensas. Palpas con la mano izquierda tu pelo. A veces las dejas ahí como si fueran las de sol. No están. Te las han robado. Seguro. Eso te pasa por comprarte unas gafas caras cuando sabes que en tu ADN está la torpeza.

Das un paso. Prácticamente no te has movido del sitio. El cuerpo sigue sin inmutarse. Avanzas cuatro pasos más, muy lentamente, esperando que en cualquier momento reaccione y tu cara se torne rojiza. Te sitúas a los pies de la cama. Casi te parece que lo estás velando. No quieres tocarlo por si descubres su piel fría. Tampoco quieres avisar a nadie porque no sabrías qué decir. O sea, tú tienes muy claro qué haces allí, pero nadie daría crédito a una explicación así. Y eso es malo. Parecería lo que no es.

La mochila se resbala de tu hombro izquierdo y cae estrepitosamente al suelo. Eso te pasa por no colgártela como es debido. Ya te lo ha dicho tu padre mil veces. Ahogas el grito de tu lamentación antes de que alcance la boca porque ya has hecho suficiente ruido. Y sin embargo, el cuerpo sobre la cama no se ha despertado. La vergüenza va mutando en nerviosismo. No puedes quedarte ahí eternamente.

Continúa con la parte 2

viernes, 13 de diciembre de 2024

El que esperaba - por última vez (2/2)

Regresa a la parte 1

La última vez que nos vimos ya era muy mayor. Yo acababa de dejar mi puesto fijo después de cinco años y numeras situaciones de maltrato y acoso laboral. Fue a su vez que recibía un email de una empresa en Lituania a la que había aplicado sin muchas esperanzas de exito. No, no había estado nunca antes, ni conocía el idioma ni a nadie residiendo allí. Era cierto que me habían hecho dos entrevistas y que me había parecido un ambiente agradable y en el que todos parecían estar dispuestos a ayudar.

Iba a comer a casa de mis padres. Me senté en un banco con las rodillas temblando y abrí el mensaje: me habían aceptado. ¿Y ahora qué? No sabía muy bien si reír, llorar, gritar o borrar el mensaje y hacer como que nunca lo hubiera recibido. El hombre se me acercó. No se llegó a sentar. Permaneció de pie y apoyó una mano sobre mi hombro, sin perder de vista el final de la calle estrecha. Aguardó en silencio y yo acabé por contarle todas mis dudas. Me dio confianza. Me escuchó pacientemente llegar a la conclusión de que debía vivir aquella experiencia. Le pregunté su nombre. Ernesto. Él ya sabía el mío.

Pasaron veintisiete meses hasta que regresé a España, comprometida у muу feliz con mi vida. Paseaba junto a Mykolas. Me detuve en el cruce de calles. No estaba. Miré más allá con cierta desesperación. Apenada. Estuvimos allí esperando un largo rato. No sé muy bien qué. ¿A él? Supongo que quería darle las gracias. Supongo que pensaba que siempre estaría ahí, esperando. ¿Ayudándome?

Quien apareció, en cambio, fue una mujer, vistiendo su misma gabardina marrón y portando la maleta de cuero. Ella era muy mayor y caminaba muy despacio. Me abrazó casi con lágrimas en los ojos y me entregó la maleta. Me pidió que no la abriera hasta regresar a Lituania.

Estuvimos hablando cerca de dos horas. Me contó que había crecido allí en el barrio junto a Ernesto. Se habían querido mucho pero ninguno de los dos se había atrevido a dar el paso. Esperaron y esperaron mientras los años y las décadas pasaban. Hasta aquel día en que le conté mi situación a Ernesto y él mismo se decidía a dejar de esperar. No pudieron disfrutar mucho tiempo juntos pues la enfermedad se le llevó tan solo un par de meses después, pero nunca podía dejar de agradecerme que yo también hubiera estado para él.

lunes, 9 de diciembre de 2024

El que esperaba - siempre (1/2)

Una vez conocí a un hombre mayor que pasaba las horas esperando junto a una farola en un cruce de calles de mi barrio. Le recuerdo ya allí desde bien pequeñita y luego mucho tiempo después de haberme independizado, cuandp regresaba de visita a la casa de papá y mamá, seguía ahí, con su gabardina marrón oscuro, sus pantalones perfectamente planchados, un jersey de lana y su maleta de cuero, de esas que ya solo se ven en las películas, en los pueblos y en el Rastro.

Nunca suelta su maleta. Si llueve utiliza un paraguas negro; en verano solo deja la gabardina y cambia el jersey por una camisa de manga corta. Y espera... con la mirada a lo lejos, pero no es una mirada perdida… es… ¿esperanzada? Solo un par de veces al año, parece más bien desilusionada. No sonríe. Tampoco se muestra triste. Su expresión se reduce a sus ojos.

Espera prácticamente inmóvil, cambiando el peso de una pierna a la otra, si acaso se aparta unos metros si hay demasiada gente por ahí, pero no pierde de vista el final de la calle estrecha.

He hablado con él tres veces. La primera vez debía tener apenas seis añitos y estaba huyendo de Hugo porque quería pegarme. Me escondí tras el señor y le pedí que me tapara con su maleta. Él tardó un rato en reaccionar y yo quise cogérsela para ocultarme. Apenas lo rocé que me chilló como si yo fuera una ladrona. Me marché llorando. El hombre también se quedó compungido con su reacción.

La segunda vez estaba en plena adolescencia y con el pavo bien subido. Había discutido con mi madre por no dejarme salir de fiesta. Estaba realmente disgustada porque todas mis amigas iban a ir a la discoteca de moda del barrio pese a que no tuviéramos edad aún para que nos dejaran entrar. Yo me hice la dormida y, en cuanto sentí que mis padres planchaban la oreja, me escapé. Eran las dos de la mañana de una fría noche invernal y yo iba en minifalda. Muy serio y autoritario me detuvo y me obligó a volver a casa. En mi inocencia y acusando las bajas temperaturas, le obedecí sin rechistar.

Fue entonces cuando me cuestioné si aquel hombre era un vagabundo o tendría hogar. Literalmente siempre estaba ahí, daba igual la hora a la que pasara. Y el caso es que siempre estaba limpio, peinado y olía bien. Tan solo… esperaba.

Continúa con la parte 2

jueves, 5 de diciembre de 2024

El último sueño

Veo un castillo… Veo tres niños jugando al escondite en los alrededores. Se acercan a unos matorrales y cogen una caja de madera. Luego se escucha un ruido y dos de los niños desaparecen. Veo cómo el tercero huye con la caja… Es un sueño que se repite casi todas las noches y… me despierto llorando.

-Lo estás haciendo muy bien. Ahora cierra los ojos e intenta concéntrarte en los detalles.

-Es… un castillo con torres rectangulares... Hay una muralla y está atardeciendo. Todo está muy bien conservado y el césped está perfectamente recortado. Pero hace un poco de frío. Diría que es primavera. No hay mucha más gente... solo los tres niños. En el castillo hay una bandera... pero no la identifico. Creo que se escucha el mar.

-Cuéntame más de los niños.

-Tendrán como unos... diez años… hay uno que tiene gafas… se parece mucho a mi amigo Ernesto… pero no puede ser porque... ¡oh! y hay otro que tiene una cicatriz en la barbilla… como mi hermano Jacobo… ¡Son ellos! Creo que es cuando estuvimos viajando por Europa. ¡El tercer niño soy yo! Nos están persiguiendo, hay al menos un hombre pero no puede verle la cara.  Llegamos a los matorrales y abro yo la caja. Hay… un reloj… el que llevo puesto ahora… Se escuchan tres disparos… Yo me he salvado… pero Ernesto y Jacobo…

-¿Y si te dijera que ese hombre soy yo y que tú ya no te has salvado?