Lo ves todo borroso pero identificas un cuerpo sobre la cama. Está tumbado hacia arriba. No reconoces si es hombre o mujer, pero sabes que si se ha alojado allí es porque debe tener mucha pasta. Das un paso hacia delante y te fijas en las sábanas verde pistacho que cubren el cuerpo hasta la barbilla. Bajas la cabeza. Quieres disculparte por haberle despertado, tú solo buscabas el baño. Ha sido tu primer día de trabajo y no te has atrevido a moverte de la cocina en las seis horas que ha durado tu jornada. Te convences de que debes disculparte. Quizá incluso le des pena y te deje utilizar su retrete.
Lo intentas una vez. Tu garganta está más seca que la mojama que has estado media hora emplatando. Lo vuelves a intentar. De tu boca solo escapa el aliento. Te sientes ridículo. No puedes hablar. No puedes moverte. Escuchas el latido de tu corazón. La habitación está en silencio. Levantas la cabeza. El cuerpo tampoco se mueve. Dirías que no respira, que está muerto. No ayuda ser incapaz de enfocar ningún objeto.
Rebuscas tus gafas en la mochila. No las encuentras. Juras haber metido la funda allí dentro antes de despedirte. Piensas. Palpas con la mano izquierda tu pelo. A veces las dejas ahí como si fueran las de sol. No están. Te las han robado. Seguro. Eso te pasa por comprarte unas gafas caras cuando sabes que en tu ADN está la torpeza.
La mochila se resbala de tu hombro izquierdo y cae estrepitosamente al suelo. Eso te pasa por no colgártela como es debido. Ya te lo ha dicho tu padre mil veces. Ahogas el grito de tu lamentación antes de que alcance la boca porque ya has hecho suficiente ruido. Y sin embargo, el cuerpo sobre la cama no se ha despertado. La vergüenza va mutando en nerviosismo. No puedes quedarte ahí eternamente.
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