Nunca suelta su maleta. Si llueve utiliza un paraguas negro; en verano solo deja la gabardina y cambia el jersey por una camisa de manga corta. Y espera... con la mirada a lo lejos, pero no es una mirada perdida… es… ¿esperanzada? Solo un par de veces al año, parece más bien desilusionada. No sonríe. Tampoco se muestra triste. Su expresión se reduce a sus ojos.
Espera prácticamente inmóvil, cambiando el peso de una pierna a la otra, si acaso se aparta unos metros si hay demasiada gente por ahí, pero no pierde de vista el final de la calle estrecha.
He hablado con él tres veces. La primera vez debía tener apenas seis añitos y estaba huyendo de Hugo porque quería pegarme. Me escondí tras el señor y le pedí que me tapara con su maleta. Él tardó un rato en reaccionar y yo quise cogérsela para ocultarme. Apenas lo rocé que me chilló como si yo fuera una ladrona. Me marché llorando. El hombre también se quedó compungido con su reacción.
La segunda vez estaba en plena adolescencia y con el pavo bien subido. Había discutido con mi madre por no dejarme salir de fiesta. Estaba realmente disgustada porque todas mis amigas iban a ir a la discoteca de moda del barrio pese a que no tuviéramos edad aún para que nos dejaran entrar. Yo me hice la dormida y, en cuanto sentí que mis padres planchaban la oreja, me escapé. Eran las dos de la mañana de una fría noche invernal y yo iba en minifalda. Muy serio y autoritario me detuvo y me obligó a volver a casa. En mi inocencia y acusando las bajas temperaturas, le obedecí sin rechistar.
Fue entonces cuando me cuestioné si aquel hombre era un vagabundo o tendría hogar. Literalmente siempre estaba ahí, daba igual la hora a la que pasara. Y el caso es que siempre estaba limpio, peinado y olía bien. Tan solo… esperaba.
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