Dirías que no hay sangre. O sea, sigues viéndolo todo como en una nebulosa pero piensas que algo así sería igualmente captado por tus miopes ojos. ¿No?
¿Qué te preocupa? ¿La sangre? Ni siquiera cuando te abriste la cabeza al caer de la bici te impresionó. No llevabas casco y sigues sin querer ponértelo ¿Entonces? Sabes que, de haberla, no sería porque tú le hubieras acuchillado. Porque piensas que le han podido asesinar. Que a lo mejor en esa habitación hay algo que no debieras ver y solo por el hecho de haber entrado te conviertes en la siguiente víctima. O se ha podido suicidar. Esas cosas también pasan en la vida real aunque nadie quiera hablar de ello.Las manos te tiemblan pero determinas ser valiente por unos segundos. En un movimiento rápido, retiras las sábanas. Cierras los ojos. Te convences de que tendrá un corte profundo y le habrán extraído las vísceras. Piensas en la posibilidad de encontrarte en medio de un caso de tráfico de órganos. Antes de llegar a horrorizarte, se te ocurre que a lo mejor han dejado algún órgano por fuera y que con el paso de las horas ahora estará medio disecado. Quizá incluso seas capaz de identificar de cuál se trata porque biología siempre se te ha dado bien. Eso te motiva y te asusta a partes iguales. Lengua y Literatura, en cambio, nunca han sido tu fuerte pese a que tu abuela siempre dice que eres un cuentista.
Te das cuenta de que no huele a muerto. Reconoces en el ambiente tu propio perfume mezclándose con el pedo que te acabas de cascar. Piensas que estás podrido por dentro y que a lo mejor eres tú quien se está muriendo. Decides que así es como debe oler el miedo. Te aventuras a abrir los ojos.
Su cuerpo reposa sobre la cama sin signos evidentes de muerte violenta. Tiene los dedos entrelazados sobre el pecho. Vuelves a pensar en el velatorio. Pero muy brevemente. Porque lleva un pijama de, lo que intuyes, tiernos ositos que chocan con la imagen de persona seria que te habías creado. Te planteas la posibilidad de que le haya dado un infarto: la consecuencia de una terrible y silenciosa enfermedad de herencia genética.
Si fueres creyente, te santiguarías. Desde luego que si tu abuela estuviera allí, lo habrías hecho. Pero en lugar de eso, le miras a la cara por primera vez. Cuando has entrado en la habitación y has sospechado lo que podría estar pasando, por supuesto que no te has atrevido. Sigues viendo borroso pero dirías que su expresión es plácida. Al menos es como te gustaría acabar tus días.
Sus ojos están cerrados. Piensas que te estás volviendo loco y que tu abuela tiene razón: eres un cuentista. A ti eso siempre te sienta fatal. Te cabrea aunque no se lo demuestres porque precisamente es tu abuela. Y la quieres y no te gusta llevarle la contraria.
Escuchas con atención. Buscas en el silencio un ronquido que sabes que no vas a encontrar. Tragas saliva. En ese instante en que tus oídos prestaban atención al líquido viscoso que se desplazaba hacia tu garganta, el hombre debió emitir ese ruido bronco que confirmaba su vida. Seguro que te lo has perdido y ahora la incertidumbre tiene todo el poder para seguir devorándote. Te maldices. Tienes una corazonada que te insiste en que ese cuerpo no puede estar simplemente durmiendo.
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