sábado, 5 de julio de 2025

Último viaje

Les vi darse un abrazo. Uno de esos de despedida. Largo. De los que prefieren no darse. El viento mecía suavemente el cabello de ella y en los ojos de él se intuían un par de lágrimas deseando escapar. Eran las siete de la mañana pero la temperatura apenas había descendido en la noche y empezaban a apreciarse marcas de sudor bajo las axilas. Ella llevaba un vestido de seda y él unos desgastados pantalones vaqueros y una camiseta promocional de una maratón local.

Fue un abrazo largo. Cuando se separaron, intercambiaron un par de besos en las mejillas y no se dijeron nada. Ella se subió al coche. Era un monovolumen familiar que, con su esbelta figura al volante, parecía el inicio de algún anuncio televisivo de vida perfecta. Ella bien podría dedicarse al mundo del espectáculo, pero su vida era más bien una continua sucesión de drama. El maletero iba lleno pero no había ningún otro ocupante. Se marchaba con un profundo vacío y una montaña de incertidumbre en el horizonte. Pero se iba con el convencimiento de que iba a ser lo mejor.

Su hermano permanece inmóvil en mitad de la acera. Observa cómo el coche avanza, maniobra con delicadeza y se aleja calle abajo. Se recuerda a sí mismo de pequeño al final del verano persiguiendo en el pueblo al vehículo que se llevaba a sus mejores amigos o a los primos. Solo que ahora solo está él ya.

Se ha quedado solo. No se mueve durante más de media hora y después echa a correr en la misma dirección en la que se fue ella. Corre por las calles que van hacia la autopista, y después continúa por caminos de tierra paralelos a la carretera.

Se detiene exhausto en una gasolinera.

Paga un taxi de regreso a la ciudad. Es la primera vez que se sube a uno. Apenas habla. Solo le dice al conductor que le lleve al centro. El otro, en cambio, no calla. Y el hermano escucha y se acurruca en el sitio. 

Cuando se acuesta esa noche, sin haber querido ducharse pese al sudor pero sintiendo en su piel aquel último abrazo. Su hermana ya no está. No va a volver. Y ya está. Y mañana se levantará y será otro día.

Su hermana ahora les observa desde el cielo y él ha preferido inventarse su propio funeral.

martes, 1 de julio de 2025

El hombre del parque

Camina despacio. Con una mochila desgastada y sucia colgada del hombro derecho. Se aprecia ligera pero no vacía. Lleva chanclas y calcetines hasta las rodillas. Del hombro izquierdo cuelga una bolsa de tela blanca, impoluta, diríase incluso que recién estrenada. Se siente pesada pero no es evidente su contenido. Lleva varias horas dando vueltas por el parque. Nadie le presta especial atención, como tampoco son ajenos a su fría mirada.

Camina y solo se detiene brevemente a la sombra de algún árbol. El sudor se evidencia en su camisa y el cansancio en sus ojeras. Bebe agua de una fuente que hay a la entrada del parque. No fuma pero observa con atención cómo lo hacen otros a su alrededor.

Camina también durante toda la noche y, a la mañana siguiente, aquellos que ya lo vieron la tarde previa enseguida lo encasillan como mendigo. Nadie habla con él, tampoco él se dirige a nadie.

A media mañana, por fin sale un rato del parque: se acerca al supermercado de enfrente y compra una barra de pan y algo de fiambre, una incursión que no llega ni a la media hora. Se prepara un bocadillo en un banco y lo devora. Guarda los restos de comida en la mochila y sigue caminando; con el sudor corriendo por su cara y las ojeras pronunciándose en su rostro.

Las horas pasan, rápidas o lentas pero pasan. Sus pies ralentizan algo el ritmo pero no llegan a detenerse. El hombre camina con su mochila raquítica y la pesada bolsa de tela.

Al tercer día comienza a perder la paciencia. Se muestra torpe, borde y algo desesperado. En el momento en que se rinde, deposita en un cubo de basura a las afueras del parque la bolsa y la mochila. No pasan ni treinta segundos hasta que, de un coche con cristales tintados, y que parecía estar simplemente aparcado desde hacía días, descienden dos hombres trajeados. Uno de ellos recoge con guantes todo el contenido del cubo de la basura y el otro se abalanza sobre el supuesto mendigo. El coche se aleja del parque a gran velocidad.

viernes, 27 de junio de 2025

En mitad de la noche - 2/2

Regresa a la parte 1

Atravesaron el centro de la ciudad con el tráfico prácticamente inexistente. Aparcó a las afueras. Las criaturas, ahora humanizadas, bajaron del camión con aún más curiosidad que antes. Bibi, que hasta entonces, había permanecido seria, concentrada en la precisión de sus maniobras, comenzó a hablarles con alegría y ellos se sumaron al intercambio verbal con el mayor de los júbilos. Cualquiera podría haber dicho que se trataba de una panda de amigos dispuestos a pasar juntos aquella última noche del año.

Caminaron hasta un descampado y continuaron más allá donde la naturaleza comenzaba a hacerse algo más densa. Guiados exclusivamente por la luz de una luna que llevaba varios días decreciendo, también había quien les habría considerado parte de una secta.

La conversación animada se detuvo en seco cuando alcanzaron unas ruinas medio atrapadas por la vegetación. Para entonces el sol ya despuntaba en el horizonte. Bibi emitió varios silbidos y del interior del molino abandonado aparecieron varias ciaturas peludas que la saludaron efusivamente. Charlaron brevemente y después se acercaron a un agujero en la pared de piedra. Bibi no pasó, en cambio, fue de nuevo abrazando a cada humanoide haciéndoles recuperar su cuerpo aterciopelado y sus extremidades rocosas.

Cuando volvió a quedarse sola en medio del bosque, sonrió satisfecha y caminó de vuelta hasta el camión. Probablemente nunca volvería a cruzarse con ninguno de ellos, pero sabía que les había cambiado la vida y para bien.

Condujo hasta el supermercado y después se dirigió a pie hasta su casita. Sus vecinos podrían haber dicho que la joven volvía de una noche alocada de fiesta propia de su juventud pese a la ausencia de ojeras que así lo evidenciaran. Nada que ver con que estuviera pluriempleada para distintos mundos. Vivía en una buhardilla sin amueblar con una terraza lo suficientemente amplia para que entrara una jardinera de un metro cúbico. Bibi se desnudó por completo y accedió al macetero de tierra seca. Se hizo un ovillo y cerró los ojos. 

lunes, 23 de junio de 2025

En mitad de la noche - 1/2

Mientras que todas sus compañeras se peleaban por tener aquel día libre, ni que fuera la tarde, Bibi incluso prefería hacer horas extra. Por megafonía se intercalaban versiones modernas de los villancicos de siempre con algunas voces que anunciaban la supuesta última oportunidad para disfrutar de tal o cual oferta.

Apurando los últimos minutos antes del cierre, algunos clientas corrían de aquí para allá entre los pasillos llenando el carro como si el establecimiento no fuera a abrir nunca más, mientras que otros se recreaban en las etiquetas de vinos y espumosos. Si no fuera por la fría mirada del guardia de seguridad que vigila casi con más atención sus propios movimientos que los de los clientes, Bibi se hubiese entretenido con ellos conversando sobre el tiempo tan primaveral de aquellos días de invierno, o las tradiciones en sus respectivas familias para aquella velada en función de los productos que se llevaban.

La encargada nunca la había preguntado pero estaba segura de que, allí donde se la veía siempre tan correcta, debía haber sido una joven revolucionaria no hace tanto tiempo cuyos padres habían echado de casa y no la había quedado otra que aprender la lección. Aunque no les conociera ni tuviera la certeza de que así hubiera sido, admiraba a sus progenitores por haber tenido la mano firme que ella no lograba mostrar en su casa y, como si de su propia misión se tratara, tomaba el testigo de los padres y machacaba con mano dura a una Bibi que no daba ni un solo problema y bien podría decir que la tenía manía, pero que asumía estoicamente cada petición de su encargada.

Para cuando el supermercado cerró sus puertas, Bibi había conseguido esquivar al de seguridad y a la encargada y esconderse en el baño. Las cámaras de vigilancia tampoco eran un problema para ella. Mientras que había compañerosque  creían que tenía alguna enfermedad que la llevaba a una timidez extrema o incluso simplemente que tenía algún problema con la voz, otros pensaban que era extranjera y no dominaba bien el idioma. Tampoco era que ninguna hubiese mostrado el mínimo interés en conocerla. En cualquier caso Bibi hubiera rechazado todo intento por su parte en establecer siquiera una relación profesional. Lo cierto era que tenía sus propios objetivos profesionales.

Salió del baño sin preocuparse por las luces automáticas. Caminó al pasillo de los turrones y los polvorones; le gustaba que la primera impresión que se llevaran sus compatriotas estuviera relacionada con la tradición del momento, por facilitarles la adaptación.

Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y, con un par de movimientos que bien podría haberse dicho que eran parte de una sesión de yoga, se materializó delante de ella un velo semitransparente a través del cual comenzaron a aparecer pequeños seres con extremidades de piedra y cuerpo aterciopelado. De forma ordenada y en silencio fueron formando una fila hasta alcanzar la treintena. Entonces Bibi golpeó un par de veces el suelo con los nudillos y con varios gestos más el portal se volatilizó en el aire.

A continuación, cada criatura fue abrazando a la joven cajera y transformándose instantáneamente en un humano adulto. Cada uno diferente, hombres y mujeres, unos más altos, otros más rechonchos, rubios, de pial más morena,... Todos ellos con vestuario propio para la temperatura exterior. Lo más impactante era el cambio de su mirada: allá donde antes había tristeza y duda, e incluso una sombra de terror, aparecía la curiosidad y la esperanza. Pese a que no les agradara la transfiguración, era por una buena causa.

Completada la transformación de todas las criaturas, Bibi les llevó por el supermercado hasta el almacen. Les hizo montarse en la parte trasera de un camión y se subió ella misma como conductora.

jueves, 19 de junio de 2025

El diluvio universal

Llovió tanto aquella noche que muchas personas entendieron que se estaba repitiendo el Gran Diluvio y había un navío en algún punto cercano embarcando a una pareja de cada especie para salvaguardar su futuro. Un barco o quizás, actualizándose, una nave espacial. Y quizá tampoco una pareja de cada especie. Es más, probablemente hubiera varias naves.

La mayoría estarían fletadas por los magnates de la ciudad, unas naves que no pensaban que llegarían a utilizarla nunca pero que, en teniendo el dinero, pues ¿cómo no iban a tener ellos una de esas navecitas?. Éstas contarían con piscina, sala de cine, minigolf y zona de photocall. El aforo estaría limitado a seis personas, no fuera a ser que se invadieran los unos a los otros el espacio privado. Habría hueco, eso sí, para tres criados, pero solo para ellos, no para sus familias. Encima que les estaban salvando el culo como para que además se encargaran de su propia prole. Y un guardia de seguridad para verificar que efectivamente no entraba ningún indeseado.

Luego habría una única nave dispuesta por parte de alguna universidad. Con la mitad de espacio y algunas áreas a medio terminar porque los presupuestos generales aún no se habrían aprobado y de la cuantía del año anterior, aunque se hubiera llegado a transferir el dinero, habría una parte que habría desaparecido. De pronto no estaría y las cuentas no encjararían. Pero no pasaría nada, no habría consecuencias ni investigaciones. Al mando estaría un grupo de estudiantes sobrecualificados pero sin experiencia laboral que se esforzaría sin descanso, superando en mejor o peor medida cada crisis. Sobrepasarían, con un porcentaje relativamente alto, la capacidad máxima de cuerpos permitida en la nave, pero ¿cómo iban a dejar a nadie en tierra sabiendo el trágico final y continuar sus días como si nada?. No podían. Ni se lo llegarían a plantear.

Llovió tanto aquella noche, que para cuando dejó de hacerlo y salió el sol, aunque era evidente que aún no había llegado el fin del mundo, hubo quienes se organizaron para tratar de acabar con según qué situaciones. Aún sabiendo que era una batalla perdida.

domingo, 15 de junio de 2025

Casi

Apareció en el bar pasada la medianoche, cuando ya no se habían ido así todos y empezábamos a recoger. Un tiempo después me confesó que en realidad había llegado casi dos horas antes de lo previsto, se había tomado un café de un trago y, nerviosa, se había marchado. Por lo visto estuvo dande vueltas por el barrio bajo la lluvia hasta que finalmente se había atrevido a regresar. Honestamente, no pensaba que vendría porque la conocía. A ella y a su profunda timidez. Yo también le contaría que, al verla entrar, me froté los ojos convencido de que no estaba allí sino que era una ilusión fruto de las ganas de que se presentara.

Nos quedamos en un rincón alejado de la barra y de las miradas indiscretas de Kike y mi primo Diego. Me susurró un feliz cumpleaños que llegó a mis oídos casi como un pasteloso “te quiero y me gustaría pasar el resto de mi vida contigo”. No recuerdo si le di las gracias o me quedé embobado en sus ojos rasgados.

Me entregó una cajita de madera poco más grande que una cajetilla de tabaco. Tenía varios grabados tallados por su propio puño. Sé que me habló del porqué de aquel obsequio, una de estas historias, tiernas, llenas de superación. Juro que la escuché interesado pero entre lo acelerado que iba mi corazón y que no podía apartar la vista de sus labios, sentía que me hablaba en su idioma natal o incluso que sin hacerlo, nuestros sentidos se seguían comunicando.

De esto también hablaríamos en varias ocasiones más: ese verano de excursiones eternas y escapadas nocturnas a la playa, cuando nos reencontramos un par de años después en Escocia, cuando vino a verme a aquel pueblecito perdido en la montaña, cuando yo fui a su aldea natal, y ni una sola vez fuimos capaces de hablar de verdad.

Nos seguimos la pista por redes sociales e incluso intercambiamos a veces mensajes y postales, pero siempre hubo una cuerda invisible que el tiempo acabó por deshilachar y que ya no pudimos volver a enlazar.

miércoles, 11 de junio de 2025

Lejos

Está el abuelo junto al carrito del niño y la abuela unos metros más allá dándoles la espalda.

Día de entresemana. Laborable. Ni demasiado temprano como para que el sol solo pueda intuirse en el horizonte; ni tampoco tan avanzado el reloj como para que el astro mayor haya agotado su recorrido sobre la bóveda celeste.

El hombre mayor se encuentra sentado en un banco a la sombra mirando su móvil en horizontal. El niño, que bien podría ser una niña porque nada evidencia ni lo uno ni lo otro, está recostado en el carrito con los ojos bien abiertos y sin emitir sonido alguno. La mujer mayor está de pie hablando por teléfono, tratando de susurrar pero incapaz de hacerlo, con la vista puesta más allá de los árboles del parque y de la ciudad.

El cielo azul y una agradable temperatura primaveral. Sin viento, ni siquiera una suave brisa.

El abuelo preferiría que su incipiente pérdida de agudeza auditiva pudiera ser selectiva; o que tuviera ya unos audífonos para ampliar o apagar el mundo a su antojo. El niño, es bien chiquitito y aún ni siquiera es capaz de emitir ningún sonido. La abuela continúa al teléfono y hace como que escucha mientras piensa en bañarse en un río de agua fría. Congelada.

Hay en el parque algunos viandantes y otros que pasan corriendo. Nadie les prestará atención, ¿por qué iban a hacerlo? No están regalando nada; ni siquiera una hermosa imagen familiar.

El abuelo está viendo una serie japonesa en una de las muchas plataformas de pago de video bajo demanda. Le ha puesto subtítulos en castellano que pasan demasiado rápido y no se está enterando de nada, pero no levanta la mirada ni un solo segundo de la pantalla. El niño tampoco puede todavía distinguir objetos con claridad, pero sus ojos sí que son capaces de hacer el seguimiento de la paloma que se ha posado entre el banco y la farola. La abuela ha colgado la llamada hace más de un minuto pero aún no se ha movido, casi que ni ha parpadeado.

Se aprecian algunas flores en el césped, pero aún les quedan unas semanas para mostrarse en todo su esplendor. La hierba, en cambio, crece salvaje.

La abuela y el abuelo hacen una pareja que lleva más de cuarenta años de casados. Ella le toca el hombro y él se levanta, aún con los ojos sobre los subtítulos y los dientes bien apretados. Ella parece que va a llorar pero ya no le quedan lágrimas. El niño, que aún es muy chiquito, crecerá fuerte y sano, piensan ambos.

Todavía quedan algunos charcos capaces de embarrar a los perros más juguetones. Hay otros que ya están secos pero dejan profundos socavones.

La abuela y el abuelo se van del parque con paso firme y el corazón encogido. El niño no recordará esa primavera, ni a ese matrimonio que fueron sus abuelos, solo sabrá que su vida iba a ser otra y que no es conveniente que sepa más. Ni lo hará.