Camina y solo se detiene brevemente a la sombra de algún árbol. El sudor se evidencia en su camisa y el cansancio en sus ojeras. Bebe agua de una fuente que hay a la entrada del parque. No fuma pero observa con atención cómo lo hacen otros a su alrededor.
Camina también durante toda la noche y, a la mañana siguiente, aquellos que ya lo vieron la tarde previa enseguida lo encasillan como mendigo. Nadie habla con él, tampoco él se dirige a nadie.
Las horas pasan, rápidas o lentas pero pasan. Sus pies ralentizan algo el ritmo pero no llegan a detenerse. El hombre camina con su mochila raquítica y la pesada bolsa de tela.
Al tercer día comienza a perder la paciencia. Se muestra torpe, borde y algo desesperado. En el momento en que se rinde, deposita en un cubo de basura a las afueras del parque la bolsa y la mochila. No pasan ni treinta segundos hasta que, de un coche con cristales tintados, y que parecía estar simplemente aparcado desde hacía días, descienden dos hombres trajeados. Uno de ellos recoge con guantes todo el contenido del cubo de la basura y el otro se abalanza sobre el supuesto mendigo. El coche se aleja del parque a gran velocidad.
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