Si volvían a encontrarse sería fruto de la casualidad. Por mucho que quisieran sus caminos estaban separados. Claro que se habían planteado un reencuentro, una y cientos de veces más, hasta que el tiempo terminó por sembrar el olvido.
Podían prometerse una amistad eterna y un cariño perpetuo. Al final, la distancia convertiría sus palabras en una ráfaga de viento perdida en la estratosfera.
Podían llorar con amargura en la despedida, ganarse el berrinche del siglo y un dolor de cabeza que durara tres días. Después, nada volvería a ser igual; cada uno seguía su camino de baldosas amarillas. Del recuerdo quedaría un pasado borroso en aquella ciudad en que vivieron.
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