Apenas se fijaba en ningún cliente más allá de lo estrictamente profesional. Sin embargo, esa mujer tenía algo... Sus ojos verdosos resaltaban un rostro ligeramente maquillado. Debía de tener en torno a los cuarenta años aunque vestía una falda de raso por debajo de las rodillas y una blusa de lino que la hacían parecer más mayor. Pidió un bocadillo vegetal y se sentó junto a la ventana. Dejó en el suelo una bolsa de plástico y engulló el plato.
Con su último mordisco entró en el establecimiento un hombre de pelo blanco, rizado y despeinado. Llevaba una camisa de cuadros, una bufanda de lana y portaba una bolsa en cada mano. Pidió el bocadillo más grasiento de la carta y se dirigió hacia ella. Echó una mirada indiscreta a la bolsa de ella y sonrió satisfecho. Se sentó dejando las suyas sobre mesa. Ella cogió la de la derecha como si supiera de antemano cuál le pertenecía, se puso las gafas de sol y salió. No intercambiaron ni una palabra.

La dueña del bar se perdió su salida por atender a otro parroquiano; se había llevado la bolsa de ella y dejado sobre la mesa una de las que había traído. Dadas las circunstancias, esperaba ver aparecer a un tercer personaje que pusiera la nota de extravagancia y se llevara la restante. Simplemente no sucedió. Los clientes iban y venían pero ninguno se acercaba a aquella mesa.
Llegó la hora de cerrar el bar y no le quedó más remedio que acercarse a recogerlo. No pudo evitar echar un vistazo al interior, y cual fue su sorpresa al descubrir que había un paquete y un sobre con su nombre y apellidos.