Estaba acostumbrada a las sorpresitas en las condiciones de habitabilidad de las casas a las que se mudaba, pero lo de aquella ocasión no sabía cómo calificarlo. Nerea, dada su amplia experiencia en el nefasto mercado del alquiler de la vivienda, había tomado todas las precauciones posibles con el que esperaba que fuera su hogar definitivo. Además de visitar la casa con toda la calma del mundo, había estado un fin de semana en la casa rural del pueblo para charlar con cuantos vecinos se encontrara. Todos eran agradables. Sospechoso en realidad. La casa estaba en buen estado, si acaso alguna habitación que repintar y un par de muebles que tirar. Tampoco se trataba de una ganga pero todo estaba dentro de los márgenes de la lógica.
La compró. Después de estar viviendo dos semanas, hizo un viaje de tres días a su antigua casa para terminar de llevarse sus pertenencias. A su regreso, el polvo, el musgo, las arañas, las ratas y las goteras habían sepultado su nuevo y feliz hogar. El número de teléfono de su vendedora había de existir. Recorrió todo el pueblo puerta por puerta, pero allí no había nadie más. Todas las casas estaban en idénticas condiciones a la suya, incluso la el hostal en que se hospedó.
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