lunes, 4 de enero de 2021

Emboscada

El sudor impregnaba su ropa convirtiéndola en una segunda piel. Prefería eso a la picadura de los mosquitos. Fernando se abría paso entre las ramas dudando si debiera prestar atención a las serpientes y sentir cómo irremediablemente alguna se le escapaba y mordería bajo el pantalón. Habían pasado veintisiete días y trece horas. Le quedaban cinco jornadas más si no tenía grandes contratiempos. No obstante, ya había logrado adelantarse a sus previsiones y confiaba en que podría resolver cualquier imprevisto.

Aquellos enormes ojos azules que habían estudiado durante años el entorno referenciado en los libros y que lo contemplaban por primera vez en persona, solo podían ver, sin embargo, la pequeña fotografía ovalada guardada en su bolsillo derecho en que una madre y un niño posaban sonrientes.

Llevaba veintitrés días sin ver a nadie. Estaba acostumbrado a pasar largas horas en su despacho sin mantener contacto alguno con la civilización. En cambio, allí, el silencio le aturdía; parecía hablar, no callaba ni siquiera en las eternas noches.

Sucedió todo muy rápido. Un grito lejano, unas ramas cayendo cerca y un sutil pinchazo en su cuello. Sus rodillas flaquearon y sintió cómo le sostenían por la espalda. Era consciente de que le llevaban varios días vigilando, pero mantenían siempre las distancias. Su vista se perdió entre las hojas que ocultaban más allá un cielo despejado. Cuando los volviera a abrir, quizá le recibieran las estrellas.

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