lunes, 31 de mayo de 2021

La sudadera roja

Le quedaba dos tallas más grande y su calidad era cuestionable. Lo había comprado en un mercadillo hacía tres inviernos. Fue aquel fin de semana, quizá para ella aquella otra vida.

En realidad nunca nos habló del viaje. Llegó, dejó la maleta y nos preguntó por los planes para la próxima semana. Como cualquier otro domingo. Aunque no lo fuera.

Nunca deshizo aquella maleta, tan solo sacó la sudadera. La movía de un lado para otro de la habitación pero jamás la abría. Cuando se iba a ver a sus padres, nos plantábamos delante y la observábamos como si nuestros ojos pudieran atravesar la tela y descubrir su contenido. O como si eso fuera a decirnos algo más.

No se lo ponía siempre. Tampoco era casual que lo llevara cuando estaba triste. O cuando se peleaba con nosotros y quería huir pero la responsabilidad se lo impedía.

Hubo una noche que nos pasamos un poco con el alcohol y estuvimos a punto de sonsacarla algo. Ella había bailado y bebido como en otras tantas fiestas. Obviamente ninguno sabía explicar cómo llegamos a hablar de la maleta y la sudadera roja, pero lo que por largos minutos eran risas, se transformó en un tenso silencio que costó luego remontar.

En verano lo abrazaba. Las puertas de nuestras habitaciones solían estar abiertas. Entonces ella la dejaba entornada, como si buscara la intimidad sin querer estar sola.

Tampoco sabría decir si alguno de nosotros llegó a preguntarla abiertamente, o si todos dejamos que el tiempo se tragara las respuestas.

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