Coinciden en el tiempo como si fuera casualidad. Se dan la mano y se autoalimentan. A veces hasta parece que son de esos hermanos separados al nacer. Luego resulta que todo tiene una explicación y no es atribuible al azar o a los designios de las estrellas. Si acaso al esfuerzo. Y a la constancia. Al trabajo diario marcado por el sacrificio y un porrón más de palabras cultas.
Coinciden y parece que lo van a llenar todo, que van a ahuyentar las dudas hasta el punto de que no quedará siquiera aire por respirar, y que la tormenta que vendrá suena más bien a anécdota para hacer el cuento un poco más bello, más épico, más realista.
Como si esas casualidades tuvieran cabida entre las intuiciones, o como si juntar un puñado de realidades fuese una forma más de pasar el rato. Como si el azar fuera tan caprichoso para señalar siempre el camino deseado, o si las caídas fueran tropiezos mal apuntalados.
Coinciden en el tiempo como si fuera casualidad en lugar del resultado de las decisiones de toda una vida.
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